Liliana Blum, la novelista killer

Por Iván Ballesteros Rojo

La obra de Liliana Blum (Durango, 1974) tiene un sello característico: es brutal. En El monstruo pentápodo (Tusquets, 2017), su novela más reciente, el machetazo es todavía más certero y rebana, hasta la médula, la roca más dura. Un libro que deja erosionado al lector después de que sus emisiones de luz negra, maligna, focalizan los rincones más enfermos del deseo. Escondrijos que son alumbrados, con equilibrio y saña, por un narrador desquiciadamente certero, que se complementa con otro narrador testigo al cual queremos sacudir, patear, gritar: una enana enamorada del monstruo. Una enana que escribe esquelas (a veces muy literarias) desde la cárcel.

Leer esta novela es entrar en un sótano de asco e impotencia. Luego aparecen entre apartados cualquier cantidad de epígrafes que refieren a un universo creado por la literatura: el de la atracción sexual de un adulto hacia menores de edad: esas tardes que imagino Lewis Carroll con Alicia.

Uno no sólo quiere avanzar en la historia, anhela destruir lo que ya ha quedado atrás, deshacerlo. No hay tregua. Se trata de una máquina de demolición. Acciones, escenas, ambientes, símiles terribles que se superponen sobre otros aún más aterradores. Losas que alimentan la angustia y la impotencia de un lector entregado a la infamia de la que es testigo.

 

Con la mano pegajosa y oliendo a semen tomó el huevo de chocolate, que ya no tenía forma de huevo, y se lo entregó a la niña al tiempo que se limpió la mano en aquel cabello recién lavado.

Para no quedarnos en la trama, bastará decir que estamos ante una versión llevada al extremo de la Lolita nabokoviana. Sin las dulces descripciones que Humbert hace sobre los atardeceres y los “nobles” sentimientos que le provoca su nínfula. Un Humbert mórbido, deformado y criminal llamado Raymundo Betancourt. Un monstruo mimetizado entre la masa que espera la oportunidad de saciar su apetito y cometer la bajeza más virulenta: profanar la inocencia. Además que este pedófilo siniestro encuentra su obsesión en niñas que todavía no llegan a la media decena de su vida, lo que resulta aún más despreciable. Hay aquí una sonda lanzada sobre el tema del mal. Pero un mal total que deja a muestra especie sobre un acantilado. Lista para caer y esfumarse.

Si las novelas de Liliana Blum pertenecieran a un género musical, seguro ese género sería el death metal. Causar el ruido más infernal y violento posible. Retorcer a quien ose leer sus libros con historias y personajes brutales. Una apuesta que la coloca como la narradora más extrema y valiente de la literatura mexicana. Extrema porque debe ser terrible imaginar la arquitectura de sus obras: los escenarios y ambientes, los narradores quirúrgicamente crueles, las descripciones y tramas. Valiente porque es ella la primera en ingresar al infierno para después venir a contar lo que ahí sucede con la perspectiva del verdugo. La pensadora María Pía Lara refiere que la impresión causada por esta clase de obras, que indagan en el mal total, funcionan en el lector como condicionamiento moral. Un enfrentamiento que ella llama teoría postmetafísica del juicio reflexionante. Ingresar en la ignominia para entender, de primera mano, lo que no puede tener cabida en el paisaje de lo real. Si en Pandora (Tusquets, 2015) descubrimos a una novelista implacable, en El monstruo pentápodo se nos presenta una narradora siniestra, paciente y reveladora. Toda una killer en la narrativa mexicana.

 

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