Takami Nakamoto: El ruido, la furia y la sombra

Por Luis Manuel Rivera

Fotos: Cortesía Platoon y /*PAC Interactive

A William Faulkner le faltó sólo un adjetivo más para definir el trabajo de un artista japonés radicado en Francia y que tuvo a bien tener una estancia larga en la Ciudad de México durante este verano. Toda una lástima para quien apenas se va enterando de esto. El pretexto que dio lugar a varias actividades era trabajar en un proyecto audiovisual al lado del estudio mexicano /*PAC Interactive. Antes había vistado la ciudad para un par de presentaciones exprés. Lo de esta vez era distinto, había calma, había oportunidad de repetir, de conocerlo incluso, había tiempo de disfrutar.

Las ocasiones en que se presentó, incluso fuera de la ciudad, no las tengo claras pero tampoco es que importen demasiado, lo relevante, como decía, es que hubo tiempo de planear. Casi 30 días de apariciones intermitentes que llevaban en el cartel desde una marca tan consolidada como Mutek hasta colectivos underground de esos que organizan shows en los segundos pisos o sotanos de casas a medio remodelar.

Nakamoto tuvo su primera aparición en público dentro del Centro Nacional de las Artes con una conferencia que llevaba por título su quizá más grande premisa a la hora de construir sus presentaciones, «Light as matter». La luz como materia. Hay quien asegura que en el cine el guión tiene una importancia del 51% sobre el resultado final, por aquello de alcanzar una mayoría pero sin demeritar al resto de la producción. Con el japonés pasa algo similar, la luz ocupa ese mismo porcentaje a la hora de sus shows. La música importa, muchísimo, pero su espectáculo pende ligeramente más de lo visual.

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En lo evidente, aquella conferencia me pareció relevante desde el momento en que vi que estaba agotado el cupo a pesar de llegar con anticipación y de ser a una hora relativamente temprana en un día laboral. Pero me lo pareció aún más cuando, en una sala contigua a donde nos enviaron y transmitían con un inestable streaming la primera aparición pública de Nakamoto, una actriz de unos 50 años que tengo ubicada con papeles secundarios de televisión, se mostraba interesada en lo que apenas alcanzaba a escuchar del japonés. También se molestó porque las personas de su lado platicaban y no la dejaban poner atención. Ese contraste generacional y de gustos lleno de prejuicios propios le ponían relevancia a mi percepción de la visita del artista.

Particularmente siempre he creído que el valor de la música que no se basa en instrumentos tradicionales está más en el estudio que en el acto en vivo. Las bandas pueden tener productores notables y editar discos impecables pero, sobre todo ahora, el acto en vivo es el que les gana reconocimiento y seguidores. En cambio, estar frente a un DJ que sólo cambia de canción con fades y que tiene como fondo estrobos intermitentes y sin sentido me parece uno de los actos musicales más inanes del entretenimiento. Sé perfecto que los miles de asistentes al Electric Daisy Carnival no opinan lo mismo.

Brevemente, a través del título intervenido de la novela más afamada de Faulker intentaré argumentar por qué lo de Nakamoto es distinto, no convencional. No obliga al sonsonete perforador y festivo del EDC e incluso intenta destapar otras sensaciones y generar otros diálogos que no suelen ser tan comunes.

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El ruido

Quien busque una sensación armónica de esas que te obligan a parecer metrónomo en movimiento a 150 bits por minuto a la hora de bailar, no lo va a encontrar frente a Nakamoto. Seguro que habrá miles que califiquen su música como ruido atropellado, porque no permite llevarla a todo volumen en un auto para dar esa sensación pública de que todos los que van dentro se lo están pasando de maravilla y van rumbo a la mejor fiesta de la noche. Y quizá si nos apegamos a los estándares más clásicos se trate de ruido en cierta forma. Pero así como hay un enorme atractivo en el silencio y en saber cuándo y cuánto tiempo utilizarlo, el rudio tiene lo propio en la misma medida. Son los polos opuestos pero quizá pudieramos no juzgar a partir de covencionalismos lo certificado como valioso.

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La furia

Además de que lo hace con constantes variantes según el espectáculo y las secuencias a utilizar, la furia es la luz. Me atrevería a asegurar que su luz sin su música existe pero su música sin luz no lo hace. Desde capas paralelas originadas a partir de proyectores que aumentan la sensación de profundidad, hasta las luces con las que se rodea, pobres definciones éstas para lo que uno recibe al estar ahí, son la parte angular y más potente de Nakamoto. Todo ello con una sincronización perfecta que se percibe pensada y no sólo diseñada para levantar los ánimos de un público en busca de emociones intermitentes y no constantes, que es el mismo que busca éxitos y no discos enteros.

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La sombra

Es la consecuencia de lo anterior, gran parte de las luces en sus presentaciones tienen la intención de generar sombras profundas, de que él no sea el punto central de la noche sino de algo más integral. Más allá de que es el nombre que lleva el espectáculo que venía a presentar a México, es también mucho de su personalidad. Nakamoto viste de negro todo el tiempo, y además lo hace de manera holgada, como anticipándose a esa imágen ensanchada que se hace de uno mismo en el suelo cuando tenemos de frente al sol. Él lo percibe de manera más directa. No hay sombras de color.

***

En esa primera conferencia lo dejó claro, su personalidad es sombría, tímida. Independientemente de que el siempre imenso abismo que existe entre la cultura latina y la oriental puede ser un motivo de intimidación, lo del japonés, acostumbrado y contagiado un poco de latinidad francesa incluso en la música, es particular. Es él, es su música, es su ruido, es su luz y a la vez su sombra.

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