Shakespeare y Marlowe: de máscaras e identidades

Por Sofía Falomir / @SofiaFalomir1

Resulta que esta semana, después de arduas investigaciones, un grupo de académicos hizo un anuncio oficial: Christopher Marlowe merece crédito por ser coautor de algunas de las obras de Shakespeare.

La historia es una mina de oro del periodismo cultural. ¡La ciencia por fin revela, más allá de toda duda, la identidad hasta ahora incierta del autor de Henry VI! Y el hallazgo no podría ser más oportuno, siendo este el año en que se celebran los cuatrocientos años del Bardo. ¡Justo a tiempo para la edición conmemorativa!

Por si fuera poco, la noticia se lee también como una pequeña telenovela isabelina: resulta que Marlowe y Shakespeare —hasta ahora rivales cual Mozart y Salieri— eran más «frenemies» que enemigos. Es la historia de dos genios que hicieron a un lado sus diferencias en pos de la creación artística.

La mayoría de los reportajes parecen enfatizar la biografía de los dos autores, su relación personal y su respectivo genio, y en casi todos los casos se le dedican algunas líneas a las ya consabidas teorías de conspiración en torno a la identidad de Shakespeare. (La teoría de que el Earl de Oxford fue el verdadero autor llegó hasta Hollywood, con un esperpento de película llamado Anonymus.)

Sin lugar a dudas, ambos eran escritores portentosos y merecen todas las loas que les dediquen. Y si esto reanima la lectura de Marlowe, quien efectivamente ha estado bajo la sombra de Shakespeare por siglos, pues qué mejor.

Pero llama la atención que, en todos estos reportajes, se toma poco en cuenta el sentido en el que el teatro y la escritura son siempre —y más entonces— una labor colectiva, diseminada, un pastiche. Se olvida que el teatro es medularmente ensayo, diálogo y acontecimiento.

Si a esto sumamos las celebraciones de los cuatrocientos años de Shakespeare y de Cervantes, se ve que el culto a la personalidad está en un punto álgido.

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Cuando abordamos el problema desde una óptica que resuena con ciertos temas recurrentes de la literatura del barroco, sorprende el énfasis y la importancia que se le da a los nombres propios, a la figura del Autor, del Genio creador —aun cuando resulta que tenemos que repartir el mérito entre más de uno.

Si Shakespeare nunca reunió sus folios, nunca los concibió como una obra cerrada, firmada y contenida entre dos pastas, ¿por qué seguir enfatizando anacrónicamente esta lógica de la propiedad intelectual? ¿Por qué esta insistencia fetichista de anclar la pluralidad de los textos en la univocidad de la biografía?

Con esto no quiero decir que habría que abandonar la exégesis, o la investigación histórica en torno a la literatura. Ya Foucault dijo muy claro que más que proclamar la “muerte del autor”, habría que entender la autoría como una función, como un constructo social en torno al cual se conglomera, se cataloga y se interpreta un cuerpo de textos.

Pero no sobra resaltar que hay una cierta ironía en el culto al genio de Shakespeare.

Al fin y al cabo, sus obras, llenas de máscaras, de dobles y de identidades fragmentadas, se caracterizan primordialmente por socavar las lógicas de la identidad y la autoría. Desde sus textos, los nombres propios son un «play within a play», y las identidades son constructos hechos de artificios, metáforas y ficciones.

Basta pensar en la enredadísima escena de Twelfth night en la que Olivia se casa – o eso cree ella – con Cesáreo. En realidad, Olivia se está casando con Sebastián, hermano gemelo de Viola, que hasta ahora ha tenido que ocultar su identidad fingiendo ser un mozo llamado Cesáreo, del que Olivia (cree que) se enamora.

En escena, pues, tenemos a un actor fingiendo ser Sebastián fingiendo ser una mujer llamada Viola que finge ser un hombre llamado Cesáreo.

¿Cuál es la verdadera identidad del esposo de Olivia? ¿De quién se enamoró? ¿Dónde está el “corazón ideal de la cebolla”, preguntaría Beckett?

Las obras shakespereanas se regodean en este descentramiento, esta proliferación casi frenética de máscaras. Al mundo de los hechos y los contornos nítidos, las obras oponen la más contundente “potencia de lo falso”, por decirlo con Deleuze, que se juega cada vez que pretendemos fijar una identidad o consolidar un sentido.

En última instancia —desde la búsqueda desenfrenada de cimientos identitarios de Lear, hasta el incesante borroneo de las fronteras entre delirio, realidad, ficción, teatro y sueño de The Tempest o de Midsummer Night’s Dream— nada es menos shakespeareano que el culto a un señor determinado, datado con carbono 14, llamado William Shakespeare.

Así que leamos a Shakespeare en su aniversario, y ojalá esto sirva para darle más visibilidad a Marlowe. Pero hagamos también hincapié en la ironía: nada se opone más a los nombres propios y a la obsesión con las biografías cientificistas que el teatro barroco.

Tal vez valga la pena quedarse con aquello que decía Virginia Woolf con respecto al arte de la biografía: a la «verdad de los hechos» hay que sumar siempre la «verdad de la ficción».

Desde este enfoque, quizá la biografía de Shakespeare más precisa sea también la más descabellada. Es un texto muy breve escrito por Borges, llamado pertinentemente «Everything and nothing»:

“A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. […]

“Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo afirma que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas palabras no soy lo que soy. […]

Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana lo sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdichados amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro.”[1]

[1] Borges, “Todos y ninguno” en El hacedor. 

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