El riff eterno de Tom Verlaine. Ecos de Television en México

Por Miguel Ángel Morales

Estaban los que amaban los fraseos bluesy de Hendrix, aquellos que idolatraban el laboratorio sonoro de Page, y los que decían que Gilmour era Dios. Luego había un pequeño grupo de guitarristas que apreciábamos el virtuosismo discreto, siempre preciso, de gente como George Harrison, Robert Fripp o Tom Verlaine. De los Beatles y de Crimson saqué varias canciones en los años de prepa. De Tom, sólo tarareaba «Marquee Moon». Pero me sabía «Obstacle 1» que era casi lo mismo para un adolescente en plena búsqueda de identidad, pensaba estúpidamente. Durante mucho tiempo, evité encarar las guitarras en contrapunto de aquella dupla milagrosa que formaban Verlaine y Richard Lloyd. Años después desempolvo la lira. Justo el momento preciso: faltan unas semanas para el concierto de Television, su primero en México.

También ha pasado largo tiempo de la vorágine punk. Cuatro décadas. Lejos suena aquella afirmación de que Television era «la banda más aventurera de toda la escena». Desde luego, Simon Reynolds se refería a la camada neoyorquina que tuvo como epicentro el CBGB. Pero el cuarteto liderado por Tom provenía de otra estirpe: Coltrane, el soul, los Rolling Stones, la psicodelia de la Costa Este. Sin embargo, efectivamente había algo muy punk en ellos, empezando por el maldito Richard Hell y su estela autodestructiva, inspiración para Malcolm McLaren y Vivien Westwood. Lo punk yacía también en el overdrive y la sencillez de las liras, plagadas de acordes puntilleantes. «See No Evil», «Elevation». Y a pesar de esto, la vorágine punk quedaba superada gracias a «Marquee Moon», un verdadero tour de force cuasi progresivo que tomaba distancia del barroquismo caricaturesco que a veces alcanzaban bandas como Emerson Lake & Palmer y Yes. Por ello, quizás, Television era (es) más trascendente. Olvidemos el par de discos posteriores: su ópera prima es la joya que todo joven guitarrista atesora, como aquellos primates de 2001: Odisea del espacio que admiran aquel monolito negro e impoluto. Justo es el disco que traen al Festival Marvin para ser tocado íntegro. Y yo no tengo boleto. Mi consuelo: tras muchas horas, aprendí, al fin, el riff de «Marquee Moon».

Del mito diabólico de Robert Johnson, de los dedos androides de Toni Iommi, de los performance protopunk de Pete Townshend, pasando por el doble mástil de Jimmy Page, hasta la felación que simulaban tener Mick Ronson y David Bowie con una Les Paul como falo, el mundo occidental de la segunda mitad de siglo se construyó sobre un riff de guitarra. Hoy parece que ese protagonismo se encuentra en jaque. ¿Recuerdan el último riff célebre de la actualidad que tararearon insistentemente? Retomo una no tan añeja discusión que tuvo cierta relevancia el año pasado en publicaciones como Consequence of Sound y The Guardian sobre la caída de popularidad del rock creado por bandas. Algo similar podría aplicarse al trabajo de guitarras: si bien, su presencia permanece en artistas como St. Vincent, Marc de Marco, Father John Misty o Warpaint, es evidente que su protagonismo se desvió a otros instrumentos en los primeros años de la segunda década de este milenio. Que no nos distraigan «Kiss It Better» de Rihanna o «Charger» de Gorillaz. Hoy en día, parece que vivimos un enclave funesto para el riff.

Pienso en «Beat It», con Eddie Van Halen haciendo malabares que hoy en día siguen sonando imposibles. La guitarra en su fase más bombástica: tapping, hammerings y bendings a la menor provocación. O en Nirvana y su actitud DIY de tres o cuatro acordes y aspereza vital, intolerante a las guitarras embadurnadas de efectos sintéticos. Pese a todo, las seis cuerdas dominaron el panorama radial; la visagra entre la música pop ochentera y la de los 90 es también un recordatorio de cómo aun en los quiebres musicales más abruptos la guitarra figuraba como propulsor de cambios. Lo mismo ocurrió con el progresivo cuando fue desplazado por un puñado de jóvenes con playeras que rezaban «ihatepinkfloyd»; o en las orillas del puerto de Liverpool, en donde cuatro tipos greñudos hicieron que la gente se olvidara del skiffle. El camino trazado por stratocasters, rickenbackers, sg, telecasters, fernandes, casino y les paul fue una serie de convergencias. Me viene a la mente una imagen que me impresionó en su momento: la portada de una revista española. Metal Hammer o Guitarrista. No importa demasiado ahora el nombre. Pero destaco su título espectacular: «EL RIFF QUE MATÓ A MICHAEL JACKSON». Desde luego, se refería a «Smells Like Teen Spirit». Dejemos la hipérbole del encabezado y centrémonos en esa idea simple y poderosa: una serie de notas pegajosas tocadas por una guitarra puede generar revoluciones, tirar a la basura y encumbrar dioses. Kurt haciendo pedazos el legado del cantante afroamericano vuelto blanco con una sucesión de cuartas: fa+la#+sol#+do#.

«Él la aporreaba, se inclinaba sobre ella, bailaba con ella, le gritaba, la hacía girar, la acariciaba, la balanceaba sobre sus caderas y, de vez en cuando, ¡incluso la tocaba! La llave maestra, la espada en la roca, el talismán sagrado, el ejecutor de la justicia, el mayor instrumento de seducción que el mundo adolescente jamás hubiese conocido, la… la… “RESPUESTA”». Con esas palabras el jefe Bruce Springsteen describe su relación con la guitarra al escuchar a Elvis. Sabemos que no era el único que hacía eso. Una relación primitiva, sensual e incluso estúpida, impulsaba a ciertos jóvenes a soñar que una sucesión de acordes llamaría la atención de un puñado de personas. Ciertamente, la guitarra eléctrica guardaba una mística: estaba en el hoochie coochie de Muddy, el rockin and rolling de Eddie Cochran, en la voz gangosa que susurraba «Blowin’ In The Wind». Es difícil captar el zeitgeist de cada sociedad de mediados del siglo XX a la actualidad, pero rascando un poco, es posible advertir el impacto que tuvo ese instrumento en algunos de los futuros músicos, que tras probar su sonido agresivo, decidieron colgárselo al hombro. David Byrne, por ejemplo, recuerda: «Escuché por primera vez ‘Purple Haze’ siendo un chavo, en un radiotransmisor, y recuerdo haberle dicho a mi padre que algo nuevo había ocurrido. (…) Igual que Theremin y su instrumento, la guitarra eléctrica rompía con la historia. Su gama de sonidos posible no estaba constreñida por ninguna trayectoria cultural específica. Parecía que la música se iba a liberar del pasado.» Ese año era 1967.

Una década después, había dos tipos de guitarristas en la escena anglosajona: los que seguían copiando los licks de Hendrix, y los punks, que realmente no querían «contaminar» su sonido de influencias eruditas. Lo que importaba era romper con todo. En otro universo, insular y solitario, estaba Tom Verlaine, un tipo que buscaba sonar lo mismo a Ornette Coleman que a los Byrds. Ya lo hemos mencionado, pero la reiteración se vale: durante los últimos 50 o 60 años la música popular en Occidente estuvo dominada por la guitarra. Eso quiere decir que cada hogar tenía al menos un reproductor de música con discos de guitarra o al menos una lira en la habitación de algún adolescente rebelde. Lo cierto es que seguramente muchos de esos jóvenes sonaban igual, con influencias similares y las mismas técnicas sacadas del blues, a saber: pentatónicas menores, algún estiramiento de cuerdas o el uso de un pedal de efectos (whawha, flanger, etc.). De esa cantidad ingente hay pocos nombres memorables. Uno de ellos es Verlaine. Imaginemos al joven Tom mamando la música de Coltrane, Miles o Roland Kirk o Charlie Christian, buscando salirse del temprano canon que ya tenía el rock. Ese es el riff perdido que he estado buscando en mi mente. Dos acordes: Si menor y Re mayor.

En eso consiste la maldita música. En conseguir lo máximo con pocos elementos. Algo de eso hablé con unos colegas mientras nos resguardábamos en un hotel antes de la presentación de Television. La verdad es que recuerdo poco de la charla sobre Verlaine y compañía, pero tengo presente que todos estábamos ahí por él, aunque ninguno de los cinco teníamos boleto. La idea era dar portazo. Como unos punks en decadencia. Sin embargo, de último momento Alejandro, Lupita y Aaron consiguieron entrada. Sólo faltábamos Eduardo y yo. A punto de irnos con la cabeza baja del lugar (el portazo había quedado descartado), llegó el escritor Carlos Velázquez, quien es muy amigo de Eduardo. Sólo escuché a mi colega editor gritarle:

—¡Carlos!
—¿Quieres un boleto?
—¡Güey, claro!

Segundos después, mi amigo consiguió entrar. Del otro lado de la valla quedé yo, junto a otros ingenuos que esperaban inútilmente a que se liberaran accesos. Esperábamos un milagro. Frente a mí, unos monigotes revisaban los boletos de forma manual. Por un momento pensé en el portazo solitario. Una idea suicida, reflexioné enseguida. Estaba a punto de salir a fumar cuando Eduardo regresó inesperadamente. Después de tres intentos fallidos, me dio su boleto y eludimos a los monigotes de seguridad. Subimos las escaleras mientras sonaban los acordes de «Prove It». La risa de ambos fue compartida: «¡A huevo!». Entramos, triunfantes, antes de que terminara la pieza abridora. Vi a Tom más calvo y menos atractivo pero igual de vigoroso que en el CBGB. Su stratocaster café incluso me pareció hermosa. Tal experiencia sólo se compara con la de ver a Pete Townshend y a Keith Richards el año pasado, espectros salidos de una época borrosa. Pero el acto de Verlaine tuvo una magia extra. A diferencia de los foros de 15 mil o más espectadores en donde se presentaron The Who y los Rolling Stones, el Covadonga tiene un ambiente más local, cercano al mítico antro punk neoyorquino. Lo llamo ahora CVDG. Ahí, unos cuantos cientos de individuos sintieron el beso de la muerte, el abrazo de la vida, presenciaron cómo la oscuridad se duplica al compás de «I’m Gonna Find You». Sabíamos que el momento estelar estaría reservado para el final.  Así fue. La batería de Billy Ficca acompaña a decenas de guitarristas de aire que hacemos al unísono un riff eterno de dos acordes.

Esa noche salimos a destruirnos tarareando canciones de Television bajo la luz de Venus.

Comparte este artículo: