Más allá del bien y del mal. ‘I, Tonya’ de Craig Gillespie

Por Leo Lozano

El género de la biopic puede llegar a ser conflictivo porque en la mayoría de los casos, o no se supera la anécdota, o el filme es una suerte de diatriba o apología en aras de construir una retórica de héroes y villanos. Ahí están Darkest Hour por ejemplo o The Theory of Everything; la primera típica oda al patriotismo británico y la segunda una simple anécdota del devenir de la vida de Stephen Hawking. La excepción más reciente a este vicio en las películas biográficas es I, Tonya de Craig Gillespie y producida y protagonizada por Margot Robbie.

Sin ánimo de hacer el cuento largo, la cinta se basa en la vida de la patinadora estadounidense Tonya Harding, cuya carrera se vio tristemente truncada por un incidente con su homóloga, Nancy Kerrigan, que se volvió en un escándalo mediático de esos que tanto enloquecen a los mass media estadounidenses.

Pero los sinsabores en la vida y carrera de Tonya no solo se relacionan con el incidente en cuestión. La oriunda de Portland, Oregon, tuvo que sortear en su vida personal y profesional con un ambiente y una serie de personajes tóxicos que poco le ayudaron para el más sano de los desarrollos. Entre esos personajes se encuentran su madre, en la cinta interpretada espléndidamente por Alison Janney, y su novio, Jeff Gilloolly.

La cinta de Gillespie, haciendo un inmejorable uso del humor negro y apelando al falso documental, recrea los aspectos más importantes en la vida de la ex patinadora. Desde la conflictiva relación con su madre, una mujer que parece disfrutar el sufrimiento de su hija, sus altibajos profesionales frente a un medio que la rechaza por sus orígenes, apariencia física y forma de vestir, hasta la relación nociva y codependiente con su esposo Jeff, un ser pusilánime y abusador con el que iba y venía en innumerables ocasiones.

Y lo relevante aquí, además de las brillantes interpretaciones en las que se cuenta por supuesto la de Margot Robbie, que interpreta a Tonya, es la radiografía que ofrece el filme de su protagonista y de la sociedad que le rodeaba. En la cinta no hay espacio para la falsa condescendencia ni mucho menos, pero sí existe un compromiso por tratar de comprender al personaje y a su entorno, más allá del incidente que terminó con su carrera y del circo mediático alrededor de él. Y esta es quizá una de las mayores virtudes de I, Tonya.

Porque con un caso de tal naturaleza, la tentación de explotar el morbo puede ser mayúscula, con esta película, afortunadamente, eso no sucede. En la cinta, la aproximación del personaje va encaminada hacia su humanidad tal cual, no hacia su calidad de objeto de los medios o entretenimiento de la semana. El filme de Gillespie se decanta por poner la llaga en los yerros de un sistema social clasista, misógino y complaciente sin afanes moralizadores –para eso sirve el humor negro- que dominan la retórica hollywoodense de hoy.

Al ver la cinta, vienen a la mente To Die For de Gus Van Sant y la temporada uno de American Crime Story, ambas, la primera desde el plano de la ficción y la segunda basada en hechos reales, relatan esa obsesión del estadounidense por construir una narrativa social de héroes y villanos y la necesidad inmanente de convertirlo todo en un espectáculo. Como en ningún otro país, quizá, la construcción de ídolos vía los medios de comunicación es una suerte de máxima cultural en los Estados Unidos, la entronización y su consecuente crucifixión de estas figuras son casi rituales religiosos.

A Tonya Harding le sucedió, como a muchos otros, sin embargo, la película evita el escándalo y prefiere desnudar al personaje y a su tóxico entorno. No es una oda a Tonya, mucho menos una diatriba, es una cinta que nos habla acerca de nosotros, los seres humanos y nuestra naturaleza, equívoca, tendiente al éxito y al fracaso en partes iguales.

 

 

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