Por Alonso Díaz de la Vega
Yo creo que James Baldwin fue un hombre violento. Hasta donde sé nunca mató a nadie; ni siquiera amenazó a alguien con un arma de fuego o de cualquier tipo. Sin embargo fue revolucionario. Su pensamiento fue su carabina; sus oraciones, sus balas. Adverso al supremacismo de las Panteras Negras pero víctima consciente de la opresión institucional blanca, él fue enemigo del racismo y crítico de sus opresores pero nunca agredió físicamente a uno de ellos. Fue incómodo para el statu quo no por la fuerza de sus brazos o el número de sus muertos sino por la elocuencia de su lenguaje.
A partir del concepto de oposiciones binarias, el estructuralismo permitió reconocer la violencia del lenguaje y demostrar su arquitectura basada en la jerarquía. Las equis con las que el feminismo contemporáneo busca criticar y revertir las desigualdades que refleja el español provienen de esta idea de que la lengua es tan opresora como la fuerza bruta del Estado. Los muchos episodios de nuestra historia nos muestran que si el rifle y la violencia física son el arma que oprime, también pueden ser la que libera. Entonces el lenguaje, como lo evidencia la lucha del negro estadounidense, es también un arma doble que se asoma entre el vocablo ‘nigger’ de los esclavistas y los lúcidos párrafos de Baldwin. Las palabras son, o pueden ser, violencia.
Es cierto que las revoluciones no se hacen solamente de lenguaje, pero reducir su importancia no sería solamente absurdo sino hipócrita, tanto como repetir las tácticas de un Estado bruto. Hacerlo implica, como pensaba Hannah Arendt, introducir la práctica de la violencia en todo el cuerpo político: normalizarla como el canal de interacción entre las distintas fuerzas sociales. Si me oprimes, te oprimo. De alguna manera suena ideal crear una tensión entre sociedad y gobierno para evitar invasiones desde cualquiera de los dos lados, pero, ¿no sería verdaderamente utópica una violencia superior a la que deja cuerpos tendidos en nuestras calles?
Hace no mucho, Slavoj Žižek propuso una alternativa para no atacar a nuestros enemigos con el cuerpo: la indiferencia. Por supuesto, ignorar al otro no es lo más democrático pero en el contexto en que lo sugirió, el del combate al neonazismo, suena como una herramienta efectiva. Debo notar que esta opción podría no funcionar en todos los tiempos, en todas los geografías, pero demuestra la posibilidad de una violencia manada del razonamiento, no del desquite.
Ante los malestares de nuestro tiempo, muchos desprecian la noción de no violencia como un romance. Una imprecisión lingüística y la ignorancia confunden a estos críticos. Como lo escribía al principio, James Baldwin sí fue violento. Martin Luther King Jr. también pero no como Malcolm X. La sangre desparramada es la única diferencia entre la resistencia violenta y la mal llamada pacífica o no violenta. King fue violento al convocar marchas y huelgas que debilitaban la autoridad del Estado. Gandhi es otro caso ejemplar. No me refiero a sus mediáticas huelgas de hambre sino a la Marcha de la Sal. En 1930, Gandhi orquestó un boicot a la ley que obligaba a los indios a comprar solamente sal producida o distribuida por el gobierno británico. Afectado en su economía, el sistema colonial se vio obligado a ceder y a reconocer la autoridad de Gandhi con el pacto Gandhi-Irwin, el primer gran paso del pueblo indio hacia su independencia. Las huelgas de César Chávez —antes de su propia transformación en un líder autoritario— son también paradigmáticas. La ejecución de Sophie Scholl y el resto del grupo de la Rosa Blanca en la Alemania de Hitler demuestran el temor del Estado a una violencia que no se expresa con balazos e incendios. La crítica, el lenguaje, la indiferencia, la huelga, son también formas de acorralar a los poderosos.
Entiendo lo que lleva a un grupo a expresarse con ataques desde el vandalismo hasta el terrorismo. No lo juzgo. Pero tampoco lo celebro. Si el siglo XX fue el siglo de las revoluciones convertidas en campos de concentración, el XXI debería ser el de la acción civil como acto democrático. Ni pasivo ni sumiso: desafiante a partir de las armas que nos da la razón, no el resentimiento. Nuestros ejemplos no pueden ser las fracasadas Brigadas Rojas o el grupo Baader-Meinhof. Mucho menos los Contras o Muerte a Secuestradores. Si es necesario el terror, que sea uno agresivo a la autoridad del Estado, no a las vidas y el patrimonio de los ciudadanos. Siquiera por pragmatismo, como lo intentó aquella estrategia estadounidense de Hearts and Minds en Vietnam, los movimientos sociales deben ser incluyentes y deben incrustarse en la sociedad, no dividirla. Que los poderosos sean los controvertidos, no quienes nos defienden de ellos.
Admito que en ocasiones el disturbio, el incendio, las ejecuciones, las bombas, se hacen inevitables, pero en nuestro tiempo estas medidas son el primer recurso de criminales que recurren a lo que Ioan Grillo describe como cabildeo violento. El Comando Rojo de Brasil, la Cosa Nostra en Sicilia, el cártel de Medellín, La Familia de Michoacán, son ejemplos de grupos criminales que recurren al terror para dialogar con el Estado, para presionarlo a ceder y perimitirles actuar en libertad. Dudo que los movimientos de justicia social quieran incluirse en una categoría abundante en criminales.
No quiero referirme a una acción o un movimiento en específico que me haya motivado a escribir esto. Hay comparaciones, como las del párrafo anterior, que me parecerían desproporcionadas. Más bien creo que ante un ánimo resentido —y con razón ante una historia de privilegios y discriminación— debemos entender que la crítica no es descalificación y que sí, toda la destrucción es violenta pero no toda la violencia es destrucción. Se acerca la elección presidencial de 2018 y la ciudadanía debe estar preparada para responder a cualquier violación de sus derechos pero esto no debería significar automáticamente la venganza sino la puesta en marcha de un mecanismo político que transforme, no que mastique nuestra sociedad.