Por Óscar Tinoco
El estreno nacional de Neruda (2016) en el reciente Festival Internacional de Cine de Morelia no sólo sirvió para rememorar la última visita del nobel chileno a tierras michoacanas, sino también para presentar uno de los más recientes y mediáticos filmes (el otro es Jackie) del director Pablo Larraín, el cineasta que ha puesto a Latinoamérica en el epicentro de los festivales de cine más importantes del mundo.
Larraín ha hecho lo que pocos: constituir una filmografía sólida en tan sólo 10 años. Desde cintas como Fuga, Post mortem, No y El club, ha retratado la ruptura social sufrida históricamente por su país con un estilo muy personal y con el que ha sido aprobado por buena parte de la crítica y ganado un nicho muy importante de público. Ahora con Neruda, su octavo filme y tal vez el más ambicioso, buscará su segunda nominación al Oscar en la terna de Mejor Película Extranjera el próximo año, luego de haberlo conseguido en 2013 gracias a No.
De la vida del poeta se pudieron contar muchas cosas, como cuando fue a Francia y rescató de los campos de concentración a más de dos mil refugiados españoles, o de sus últimos días de vida después del golpe militar orquestado por Augusto Pinochet. Pero el realizador chileno optó por un thriller policiaco entorno a su etapa como senador, en la que el presidente Gabriel González Videla dictó la llamada «Ley maldita» y condenó a la clandestinidad a los militantes del Partido Comunista.
Pablo Neruda, interpretado por Luis Gnecco, es mostrado como un hombre ilustre, desenfrenado y lleno de excesos, el cual podría desesperar a más de uno por el toque pretencioso con el que lo decoró el director. Sin embargo a medida en que avanza el filme, el personaje mejora y muestra un lado no tan trillado y menos estilizado.
Tras la cacería desencadenada contra los izquierdistas, el poeta deberá jugar a policías y ladrones contra el detective Óscar Peluchonneau (Gael García), quien toma las riendas del cuerpo policiaco para detenerlo, al igual que a su esposa Delia (Mercedes Morán). El filme, narrado por el propio actor mexicano, parece por momentos acaparar más de lo que debería su tiempo en pantalla, convirtiéndose a ratos en el verdadero protagonista, y es que la profundización en su historia personal, trastocada por la ausencia de su madre y su pasado lleno de pobreza y soledad, le acercan más al espectador que lo que lo hace con el mismo Neruda.
García Bernal interpreta uno de sus mejores roles como actor de reparto, que lo podrían llevar a una sorpresiva nominación en esta terna en los próximos Oscares, aunque eso supondría un lugar menos para actores de «películas no extranjeras», categoría que funciona sólo si consideramos a Estados Unidos, y más precisamente a Hollywood, como el centro del mundo del cine, cosa que evidentemente no es.
La ficción está bañada de poesía de principio a fin y de una ambientación muy bien delineada al remontarnos a la década de los 40. No obstante, ambos lenguajes, el cinematográfico y el poético, parecen que llegan a tropezarse uno sobre otro, en lugar de que fluyan como la narrativa lo exige. El guión del dramaturgo Guillermo Calderón no se adapta plenamente a lo que tal vez quiso poner en pantalla Larraín, un defecto que no le resta méritos al filme pero que sí lo entorpece por momentos.
Por otro lado, a diferencia de cintas anteriores, Neruda cuenta con un estilo narrativo más accesible para un público no tan acostumbrado a historias pausadas o contemplativas. Además usa en repetidas ocasiones uno de los versos más populares del escritor: Poema 20 («Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Pensar que no la tengo, pensar que la he perdido…»), con el que la gente no tan cercana a su obra puede llegar a identificarse.
Neruda deja un buen sabor de boca. Las voces en las pasadas ediciones del Festival de Cannes y el Festival de San Sebastián así lo demuestran, pero como es ya una costumbre, los aplausos del gremio y de la crítica no siempre se ven reflejados en la taquilla comercial. El filme en Chile no ha levantado vuelo, Larraín justifica que la gente de su país no está acostumbrada a consumir su cine nacional. Un ¿mal? hábito que comparte el país sudamericano con México.