Un balance filosófico sobre el coronavirus: Agamben, Butler, Han, Nancy y Žižek

POR CÉSAR ALBERTO PINEDA /

IMAGEN: VECTOR MORALES

Nadie sabe a ciencia cierta cómo fue posible que, en un bicho tendiente a la complacencia, la monotonía y la normalidad, es decir, el ser humano, surgiera algo así como la filosofía, que es una puesta entre paréntesis de la realidad, un cuestionamiento radical del mundo habitual. El principal epicentro, aunque no único, de esa enfermedad filosófica –uno de cuyos principales síntomas es un pasmo, una extraña parálisis de la acción— fue la antigua Grecia. Las hipótesis más plausibles sugieren que unos mil años antes de Cristo las culturas pre-griegas (como la minoica y micénica) entraron en una profunda crisis cuya principal razón se desconoce, aunque se sospecha que debió estar relacionada con la invasión de un misterioso pueblo extranjero. Debió ser una crisis radical: económica, política, religiosa.

Tiempo después, entre el siglo VII y VI antes de la era cristiana, del polvo y las sombras de esa crisis surgieron las llamadas polis griegas, caracterizadas por la ausencia de monarcas absolutos, de sumos sacerdotes y de religiones reveladas de manera dogmática. Era un mundo en el que faltaba sentido y certeza; en tal escenario, ante la falta de verdades absolutas, los ciudadanos debieron dialogar y discutir para determinar en qué sentido encausar sus ciudades. Para ello debieron responder preguntas como: ¿qué es más conveniente? ¿Qué es justo? ¿Qué es virtuoso? ¿Qué es bueno? Eventualmente algunos bichos raros comenzaron a hacer preguntas como: más allá de acciones buenas, ¿qué es el bien en general? No solo qué es conveniente para nosotros, los hombres de esta o aquella ciudad, sino ¿qué es el hombre en general?

Desde entonces, no es raro que cuando hay una crisis los individuos comienzan a hacerse preguntas. Nuestra palabra crisis proviene del verbo griego κρινειν, separar o decidir. Así, una crisis es una época de tomar decisiones y de analizar, separar unas cosas de otras. Hoy nos enfrentamos a una crisis global derivada de una pandemia por el COVID-19 (mejor conocido como coronavirus), no tan severa como la que enfrentaron los griegos, porque en ese caso cambiaríamos todas nuestras instituciones políticas, los viejos dioses se transformarían, no habría jerarcas religiosos y cuestionaríamos absolutamente cada detalle de nuestras vidas; no, no estamos tan enfermos, pero sí tenemos una pequeña crisis.

Hoy también, algunas mentes se hacen preguntas, o se supone que deberían estarlas haciendo, ya que se han especializado en la enfermedad que consiste en hacer preguntas hasta la náusea, la enfermedad llamada filosofía. Y ya que después de todo venden montones de libros, se supone que saben algo, y la gente común espera que esos filósofos ofrezcan alguna pista en medio de la crisis. Lo complicado es que, como también suele suceder, los filósofos han comenzado a contradecirse, y la gente común ve en esa falta de acuerdo una falla, una debilidad del pensamiento, no como las ciencias que son capaces de entregar resultados definitivos.

Con la idea de determinar si los filósofos aún tienen algo qué decirnos, aquí proponemos hacer un balance general de lo que han dicho Giorgio Agamben, Jean-Luc Nancy, Slavoj Žižek, Judith Butler y Byung-Chul Han –algunos de los nombres más destacados de la pléyade filosófica de nuestros días, o cuando menos los que venden más libros. Haremos una lectura que espera ser mesurada, proporcionada, bien podría decirse analógica, partiendo de la premisa de que todos ellos, aunque no posean la verdad absoluta, dicen algunas cosas ciertas y sensatas; no obstante, dado que llegan a decir cosas contradictorias, no es posible que todos tengan la razón al mismo tiempo, por lo que han de estar equivocados en varios aspectos. Este balance busca responder: ¿qué podemos aprender de ello? ¿Qué nos dicen sus contradicciones?

Giorgio Agamben: la normalización de la excepción

Uno de los primeros en publicar algo al respecto fue Agamben. A inicios de año, cuando solo había casos incipientes de coronavirus en Italia, el filósofo escribió el artículo “La invención de una epidemia”. La tesis central del texto apunta a una reacción desmedida e injustificada por parte de los aparatos gubernamentales, la cual no tenía otro fin que normalizar un estado de excepción. Agamben parte de datos que siguen siendo ciertos meses después: cerca del 80% de los casos no son graves, y tan solo un 4% requiere hospitalización. Pero perdió de vista la escalada estadística y geométrica de esos pequeños números. Hoy, al momento en que esto se escribe, Italia registra más de 7 mil muertos. No importa si es por causas naturales o humanas, 7 mil decesos en unos cuantos meses no es algo para ser ignorado. Seguramente Agamben no escribiría hoy el mismo texto.

Sin embargo, aunque su diagnóstico parece hoy a todas luces erróneo, las premisas tampoco son para despreciarse. La tesis que el autor ha venido trabajando en sus famosos libros consiste en que el poder soberano tiene la facultad de decretar el estado de excepción, una situación en la que muchos, si no es que todos los derechos civiles, como asociación, privacidad y libre tránsito, quedan suspendidos; este concepto no tiene nada de polémico, es un axioma aceptado por casi toda la filosofía política moderna, lo que sí es más atrevido, y esta es la hipótesis central de Agamben, es que dicho estado ha dejado de ser excepcional, y en la actualidad, por medio de la tecnología o con pretextos como el terrorismo, apunta a convertirse en la regla.

En un primer momento Agamben vio en la irrupción del COVID-19 el subterfugio perfecto para que los estados, que ya han desgastado la narrativa del terrorismo, aplicaran un estado de excepción que no fuese impuesto desde arriba, sino necesitado e incluso exigido por los ciudadanos. Hoy sabemos que la respuesta del estado italiano no solo no fue exagerada, sino que faltó contundencia. Pero debemos ser cautelosos, esto no significa que las sospechas de Agamben estén infundadas.

Una ciudadanía crítica e informada deberá permanecer vigilante cuando la contingencia termine, deberá cuidar que no se normalice la excepción, que el Estado no mantenga el control sobre las reuniones y el tránsito de las personas, que el miedo no se prolongue. Hemos visto que sí, la figura del estado de excepción parece tener sentido y relevancia en casos extremos como este, pero la pregunta política fundamental sigue siendo: ¿quién determina la legitimidad del estado de excepción? ¿Con qué criterios? ¿Durante cuánto tiempo? Agamben acertó en las preguntas, no en las respuestas.   

Jean-Luc Nancy: la excepcionalidad de lo normal

Mucho más parco en su reflexión, para bien y para mal –es decir, sin cometer excesos interpretativos, pero sin ofrecer tampoco nuevas luces frente al problema—, Nancy replicó al italiano que el COVID-19 no es tan normal como él creía; Agamben comparaba el nuevo virus con una gripe, pero en el caso de esta última, dice Nancy, contamos con vacunas para prevenirla y aun así el virus muta constantemente. En otras palabras, el francés subraya que lo imprevisto y excepcional sucede.

En su pequeño texto, intitulado “Excepción viral”, Nancy observa que la normalización de la excepción en la actualidad no es algo tan arbitrario y artificial como podría creer su par italiano. En un mundo hiperconectado como el nuestro una catástrofe local –sea biológica, militar o económica– puede tener rápidamente alcances globales, el COVID-19 viene a restregarnos esta realidad a la cara.

En cierto modo esto nos hace más frágiles, porque ahora todos los peligros dejan de ser peligros parciales y se convierten en auténticas amenazas para la humanidad. Esta es una situación completamente nueva que no estaba contemplada por ninguna teoría política, clásica, moderna ni contemporánea; la figura del poder estatal soberano se aplica sobre territorios más o menos claros, pero este nuevo virus global rebasa por completo las demarcaciones gubernamentales. Es probablemente el primer llamado a una acción mundial conjunta, y eso no es cualquier cosa. Quizá sea necesario, de cara a los retos futuros, replantear o cuestionar el paradigma mismo del estado de excepción y la soberanía.

Slavoj Žižek: el fin del capitalismo

El filósofo esloveno enfatiza, y esto es algo digno de atención, que difícilmente tenemos acceso al fenómeno real del coronavirus. Nuestras discusiones y acciones al respecto están atravesadas inevitablemente por numerosos aguijones ideológicos: sesgos políticos, paranoia racista, privilegios de clase, inclusive planteamientos new age para los que el virus es una manera a través de la cual la naturaleza busca descansar de nosotros.

El COVID-19 viene a ser, como todo gran suceso, un enorme espejo –un point de capiton en jerga lacaniana– que refleja nuestras más hondas fobias y filias. El primer paso es, entonces, deconstruir nuestra propia postura a nivel individual, reconocer nuestros sesgos políticos y de clase, para luego dirigir esa misma crítica al estado y las corporaciones, las cuales, sin duda, pueden y ya han comenzado a hacer un uso ideológico de la pandemia.

Pero Žižek se atreve a ir más allá. Desde su perspectiva, el coronavirus ha exigido dos cosas que el mundo contemporáneo ya estaba guardando en el baúl de los recuerdos inútiles: la acción colectiva y la administración decidida de un estado soberano fuerte. En esto tiene toda la razón. Pero Žižek da un arriesgado salto interpretativo cuando considera que esto ha puesto en jaque al capitalismo, cuando nada antes parecía lograr tal cosa –él mismo solía decir (citando a Fredric Jameson) que era más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

La salida a la crisis actual consistirá en la vuelta a un comunismo refundado, apoyado en la ciencia y la acción colectiva. Como si el comunismo nos dijera: he vuelto, pero no soy el mismo, aprendí de mis errores. Con la velocidad de escritura que lo caracteriza, el esloveno ya publicó un nuevo libro al respecto: Pandemic! Covid-19 Shakes the World. Para Žižek los días del capitalismo globalizado y del populismo nacionalista parecen estar contados.

Pero nada asegura que el mercado no vaya a ajustarse simplemente a la nueva demanda biológica, ni que los estados nacionalistas –con Trump, Bolsonaro o Johnson a la cabeza– no hayan encontrado una nueva razón para reforzar sus fronteras y alimentar fobias racistas. Las conclusiones del esloveno pueden parecer deseables, pero no se ven por ningún lado premisas sólidas, por primera vez en su carrera parece demasiado optimista.

Byung-Chul Han: el panóptico biotecnológico

A juzgar tan solo por el número de caracteres, el análisis del surcoreano parece ser más profundo que los anteriores. Entre otras cosas, Han vuelve al tema del poder soberano: en el cierre de fronteras se da, es verdad, un acto fuerte de soberanía en la línea del estado de excepción. Pero no es más que una exhibición hueca de fuerza, el viejo poder soberano no parece tener mucho efecto frente a la nueva amenaza.

Una vez más, ante los retos de un mundo hiperconectado, se plantea la necesidad de releer o desmantelar el axioma central de la filosofía política moderna, el paradigma de la soberanía. En países asiáticos como su natal Corea, las acciones más efectivas no vinieron de las escandalosas medidas del poder soberano, sino de los algoritmos digitales y el cálculo informático: ¿un atisbo del nuevo poder?

En 1994 Han se doctoró en filosofía con una tesis sobre Heidegger, quien, en una conferencia de 1953, recurrió a unos versos de Hölderlin para tratar de pensar la esencia de la técnica contemporánea: Wo aber Gefahr is, wächst das Rettende auch, donde está el peligro también crece lo que salva. Podríamos invertir estas palabras y sugerir que donde está lo que salva también crece el peligro. Y es que el algoritmo digital que salvó miles de vidas en oriente apunta igualmente a un peligro.

Han observa que en la actualidad las personas en países como China, pero también en lugares relativamente más liberales como Japón, asumen como algo normal el hecho de que toda su vida pueda ser puesta en algoritmos computables: es posible determinar en dónde están, qué rutas emplean diariamente, qué fuentes de información consultan; además una sofisticada red de cámaras puede determinar la temperatura de un individuo, si tiene fiebre de inmediato se enciende una alerta y son notificadas todas las personas que estuvieron cerca del posible contagiado. Todos está en la red, simplemente es cuestión de vincular los datos.

La esfera privada prácticamente ha desaparecido en muchos países asiáticos. A cambio de la disponibilidad informática del individuo –el Estado y los proveedores de internet pueden intercambiar datos de los usuarios prácticamente sin restricciones–, las buenas acciones resultan en una valuación del ciudadano que le permite acceder a mejores créditos y condiciones sociales más favorables en general.

En otras palabras, el panopticon tecnológico que salvó miles de vidas en Oriente exige un alto precio a cambio de sus servicios: el repliegue subordinado del individuo al orden estatal. La conclusión de Han es más bien pesimista, pues tendríamos que optar entre la subsistencia biológica y las libertades individuales. El peligro está en lo que salva: ¿qué pasaría si a los ciudadanos occidentales se les ofreciera el cobijo del poder bio-tecnológico que salvó vidas en China? Quizá en este momento muchos aceptarían la alternativa. ¿La aceptarán cuando la contingencia termine? Quizá una enfermedad peor, la enfermedad de la transparencia digital, está a penas por comenzar.

Para Han, esto conlleva a una nueva definición del soberano: ya no es quien dicta el estado de excepción, sino quien puede integrar y disponer de todos los datos de los ciudadanos. Contra el optimismo de Žižek, el filósofo coreano considera que después de la pandemia se hará más factible que el estado policial de China –cuyo fin vaticina el esloveno– sea importado a occidente.

Judith Butler: acceso a la salud como derecho humano universal

Por su parte, Butler restringe su análisis al escenario norteamericano, en los términos del liberalismo anglosajón que no deja de tener la batuta en las discusiones políticas y económicas de Norteamérica. El surgimiento del COVID-19 fue, precisamente, una coyuntura que pudo poner en entredicho la primacía de tal paradigma, es decir, que el mercado sea quien decida sobre el acceso a la salud.

El criticado intento de Trump por comprar –ya ni siquiera producir, pues el avance científico que había caracterizado a Estados Unidos hoy parece inexistente– la exclusividad de la vacuna para el nuevo virus es muestra de ese viejo modelo: que tengan acceso a la salud los países que pueden pagar por él, y dentro de sus fronteras, solamente los ciudadanos que, a su vez, puedan pagar.

El nuevo virus tendría que haber puesto en entredicho este esquema, pero no fue así. De cara a la postulación del candidato demócrata que contenderá por la presidencia, Bernie Sanders había centrado su campaña en el proyecto de un seguro de salud universal, capaz de garantizar su acceso a todo ciudadano norteamericano, bajo la premisa de que el acceso a los servicios de salud es un derecho humano más; naturalmente, un bien común como ese, debe ser pagado por todos. Pero la mayor parte del electorado demócrata –no se diga el resto del país– aún considera que inaceptable que algunos deban pagar por el bien de todos. La postulación de Sanders luce hoy como algo completamente improbable. Parece claro que en Estados Unidos nada cambiará después del coronavirus.

Balance general

Para los lectores que conocen la trayectoria y obra de los filósofos mencionados, probablemente fue predecible lo que todo ellos iban a decir frente a la crisis abierta por el COVID-19. En realidad, ninguno de ellos dice nada nuevo con respecto a lo que ya venían diciendo, y eso es un problema filosófico grave. ¿Acaso no hay nada nuevo que decir?

Todos ellos se apresuraron a ajustar la realidad para que encajase en los marcos de interpretación que previamente habían construido. ¿De esta crisis no surgirá un nuevo enfoque? Quizá lo más prometedor al respecto lo encontramos en la tesis, a penas bosquejada por Nancy y Han, de acuerdo con la cual es necesario replantear las bases de la filosofía política, lo cual significa construir otro marco de análisis diferente al del poder soberano y el estado de excepción.

También es digna de mención la ideologización que de acuerdo con Žižek está padeciendo el debate en torno al coronavirus; aunque el filósofo esloveno se exceda en su optimismo comunista, no deja de ser cierto que hay un importante componente de clase en las maneras de interpretar, pero sobre todo de padecer materialmente, el fenómeno del coronavirus. Es completamente cierto que las clases trabajadoras alrededor del mundo tienen una menor posibilidad de quedarse en casa; es completamente cierto lo que señala Butler, que inclusive en Estados Unidos son millones de personas las que no pueden acceder a un sistema de salud digno y humanitario. En esto aciertan los análisis expuestos: la pandemia mundial no hace más que poner el dedo en las heridas que ya conocemos.

Las breves observaciones de Nancy también apuntan a un cambio relevante: ya no solo estamos hipervinculados, todos los seres humanos del planeta, de maneare económica e informática, sino sobre todo biológica e inclusive ontológica, pues todos los ámbitos de nuestro ser se entrelazan con los otros, no solo humanos, sino también con los otros seres vivos. No debemos perder de vista que estamos frente a un virus que saltó de otra especie a la nuestra, y también se ha señalado que otros grandes primates, además de nosotros, están igualmente en riesgo. En suma, no podemos aferrarnos a un modo de pensar que concibe al ser humano como desligado de lo que sucede con otras especies; por primera vez en nuestra historia estamos frente a la exigencia de pensarnos como seres terrestres, auténticamente planetarios. Existimos en un mismo plano de inmanencia junto con todo lo que habita el planeta, algo que Gilles Deleuze ya estaría subrayando.

De este modo, en conjunto, tenemos frente a nosotros tres alternativas, tres escenarios para cuando la contingencia por el coronavirus termine: 1) El paradigma de control y transparencia digital se acentúa, es exigido por los mismos ciudadanos para garantizar su salud y bienestar frente a amenazas bilógicas y humanas, rige el miedo y la necesidad de protección; el costo es la pérdida de garantías individuales como el derecho a la privacidad, libre tránsito e incluso el libre acceso a la información, este es el escenario temido por Han. 2) En realidad nada cambia, las tendencias individualistas y neoliberales se mantienen, como Butler parece diagnosticar con respecto a Estados Unidos; el gran problema de este anquilosamiento es que, cuando vengan retos globales más grandes, como un virus más letal, la escasez de agua potable o un catastrófico estado climático, habrá caos, incontables muertes y u desgarramiento interno de la humanidad. 3) Realmente tomamos en serio la necesidad de acciones comunes, que solo sobreviviremos y tendremos una mejor vida como comunidad y no como individuos aislados; esto es lo que esperaría Žižek, pero ¿realmente estaremos decididos a cambiar cuando todo esto termine?

Finalmente, constituye otro serio problema que todos los pensadores expuestos se apresuran a dar respuestas, algunas más fundamentadas que otras. Pero la filosofía, desde su nacimiento y en su más íntima esencia, no consiste en ofrecer respuestas, sino en ahondar en los huecos abiertos por las crisis a través del planteamiento de nuevas preguntas. Lo más preocupante del escenario actual es que no estamos planteando nuevas interrogantes. ¿Qué otras preguntas podríamos hacer? ¿Por qué no estamos preguntando? ¿Hemos perdido la capacidad de preguntar? ¿Quiénes seremos cuando la epidemia termine? ¿Seguiremos siendo los mismos? Estas son algunas sencillas cuestiones, mucho más austeras que la parafernalia de las grandes explicaciones, por las cuales podríamos comenzar.

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