La amistad como resistencia contra la barbarie

Por Camila Perdomo

I

Guardar silencio es lo que queremos todos sin saberlo, escribiendo.

Blanchot

 

De repente nos encontramos con una imposibilidad de la escritura cuando nos vemos rodeados de una vorágine de artículos de opinión, críticas y reflexiones sobre cada cosa que ocurre.

Vivimos bombardeados de información y, la que no nos llega es fácilmente accesible con tan sólo hacer una pequeña investigación virtual. No se nos esconde nada.

No hace falta enlistar los horrores que nos acechan o que vivimos día con día. No hace falta enlistarlos porque los experimentamos y los que no, nos abofetean en esa ola furiosa que pareciera venir de una urgencia de decir algo siempre sobre cualquier cosa.

En los medios de comunicación vale lo mismo un tiroteo que un test para saber qué refresco nacional de los 90 eres. Consumimos información de modos y a velocidades insospechadas. Por un lado, la sobreproducción de escritura, por el otro, la sobreexposición a sus contenidos: las atrocidades del día a día; ambas llaman al silencio.

¿Qué decir? No, más bien: ¿qué pensar? ¿Es que es posible pensar el horror? Y de serlo, ¿cómo escribir sobre ello sin caer en las mismas formas amarillistas, rápidas, de shock que tan sólo contribuyen a la gran máquina anestésica?

El horror exige el silencio, no uno absoluto pero quizá deberíamos detenernos un poco antes de sacar conclusiones y lecturas arrebatadas (que además resultan ser casi siempre las mismas).

Quizá deberíamos volver a pensar sobre qué es pensar para así poder crear otras formas de resistir contra la barbarie. Contra el miedo de ser aniquilada por un feminicida. Contra la angustia interminable de no encontrar a tu hijo. Contra el ecocidio. Contra el genocidio. Contra el aire irrespirable. Contra las condiciones de precariedad en las que sobrevivimos. Contra la estupidez y la insensibilidad.

Quizá, una vez replanteándonos esta suerte de regreso al pensamiento, pudiésemos también preguntarnos por cómo es comunicable. Quizá, preguntarnos por el pensamiento y por otras formas de comunicarnos, sea ya un acto de resistencia.

 

II

Soledad sin consuelo. El desastre inmóvil que no obstante se aproxima.

Blanchot

A veces pareciéramos estar atrapados en espacios que imposibilitan absolutamente el encuentro: en una oficina de trabajo, en el automóvil… Pero más alarmante aún es dar cuenta de que nosotros mismos llevamos a cabo esa cerrazón, como cuando estamos comiendo con nuestra familia y nadie se dirige la palabra por estar mirando el celular, o cuando evadimos la mirada o la sonrisa de alguien en el transporte público. Estamos atiborrados de aparatos que prometen facilitar la comunicación entre nosotros que sin embargo, lejos de conectar, se han vuelto cápsulas autorreferenciales. Todo lo que consumimos en nuestras “redes” tiene que ver con nosotros mismos y censuramos cualquier cosa que no tenga que ver con lo que nos gusta, sean opiniones, imágenes o gente. Nuestras aplicaciones funcionan como una gran calculadora: mide cuántos amigos tienes, mide cuánto les encanta tu cara, mide cuánto les haces reír, mide cuánto les haces enojar… Economía negativa de los afectos.

Un cineasta como Werner Herzog, mucho antes de filmar Lo and Behold: reveries of the connected world (2016), donde aborda con profundidad estética el problema de comunidad y la comunicación, intuye:

Creo firmemente, y lo digo con carácter de máxima, que todas estas herramientas que hoy tenemos a nuestra disposición, y que forman parte de esa evolución explosiva de los medios de comunicación, significan que nos encaminamos hacia una era de soledad. La soledad humana aumentará en proporción directa con el rápido crecimiento de las formas de comunicación de que disponemos, trátese del fax, teléfono, correo electrónico, Internet o lo que sea. Puede sonar paradójico pero no lo es. Puede parecer que estas cosas nos sacan del aislamiento, pero no es lo mismo el aislamiento que la soledad.

Alguien maravilloso como Pascal Quignard, nos haría indagar en otras posibilidades de pensar la soledad, más cercana a un estado o una práctica de repliegue, en el que el silencio permite un reencuentro con el mundo, con los otros. Hundirse en el paisaje, ser con el mundo. Otro maravilloso como Andréi Tarkovsky también nos invitaría a practicar la soledad, a aprenderla, inclinado quizá más a una postura que apuesta por formación de uno mismo, de hacerse cargo de uno mismo. Aprender a estar solo es volverse a uno mismo habitable. Blanchot nos sugiere sutilmente un vínculo entre la soledad y el desgarro primigenio: pensar, vivir, la soledad como condición de posibilidad de la escritura; escribir para conjurar el silencio que de paso al otro, silencio de apertura. Callarse, estallar el silencio en el lenguaje.

Pero bien nos ha dicho Herzog: no es lo mismo el aislamiento que la soledad.

En nuestro mundo conectado (pareciera que) no hay encuentro, que no hay amigos.

III

…no hay extremo sino mediante la dulzura. La locura por exceso de dulzura, la dulce locura.

Pensar, borrarse: el desastre de la dulzura.

Blanchot

Tener amigos. Estar abierto a la amistad. Encuentros moleculares que transcurren en el silencio: miradas y risas cómplices. Roces. Quizás choque. Baile.

Ahí donde nos callamos, nos comunicamos de formas insospechadas. Los cuerpos se encuentran.

Recordamos el primer largometraje de Léos Carax, Boy meets girl (1984): la potencia del encuentro es ilimitada. Todo puede ocurrir en un encuentro; nada tiene por qué significar nada; el encuentro es el germen de todos los posibles.

Los gestos más imperceptibles se vuelven los más transgresores. Los amigos transgreden con dulzura, con ternura. Nos conmueven con pequeños gestos. Con los amigos tejemos redes que van mutando en cada encuentro, se recomienzan.

Hay un rasgo profundamente político en la amistad: con los amigos exploramos otras formas de vida. La escuela sería insoportable sin amigos; hay libros que nos enfermarían de no ser por los amigos. La guerra, la violencia, el machismo… El mundo sería invivible sin la amistad. Los amigos nos permiten experimentar y habitar el mundo de otras formas, con ellos creamos, imaginamos otros mundos. Se escucha en una canción de Rebeca Lane: ellos gritan muerte y yo grito vida, luchamos por la alegría. Con los amigos se habita la alegría.

Blanchot escribe sobre su amigo Bataille:

Aquí, la discreción no consiste en la sencilla negativa a tener en cuenta confidencias (qué burdo sería, soñar siquiera con ello), sino que es el intervalo, el puro intervalo que, de mí a ese otro que es un amigo, mide todo lo que hay entre nosotros, la interrupción de ser que no me autoriza nunca a disponer de él, ni de mi saber sobre él (aunque fuera para alabarle) y que, lejos de impedir toda comunicación, nos relaciona mutuamente en la diferencia y a veces el silencio de la palabra.[1]

Recordar que la amistad no es conocer al otro, es experimentar con el otro.
Buscar escribir con y para los amigos, llevar el pensamiento a los límites insospechados de la imaginación.

Es político todo lo que guarda relación con el encuentro, el roce o el conflicto entre formas de vida, entre regímenes de percepción, entre sensibilidades, entre mundos, en cuanto dicho contacto alcanza cierto umbral de intensidad.[2]

Bibliografía

Comité invisible. Ahora, Pepitas de calabaza editorial, Logroño: 2017.

Blanchot, Maurice. La amistad. Editorial Trotta, Madrid: 2007.

_____________. La escritura del desastre. Editorial Trotta, Madrid: 2015

 

[1] Blanchot, Maurice. La amistad. Editorial Trotta, Madrid: 2007, p. 266

[2] Comité invisible. Ahora, Pepitas de calabaza editorial, Logroño: 2017, p. 67.

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