‘Glass’: la soledad no es absoluta

Por Guadalupe Gómez Rosas

M. Night Shyamalan no podía cultivar el sueño en el mundo, porque el propio mundo era un sueño, porque hay revelaciones que llegan prístinas como gotas de agua y el director las utilizó para crear una trilogía de contrastes, por un lado un mundo de cómics y superhéroes y por el otro una vena completamente humana. Armonizó lo mítico con lo banal… creó la Trilogía Glass.

Para alguien que ha ganado el Óscar por un clásico temprano como The Sixth Sense,  y que también se ha levantado con un premio Razzie (destinado a lo peor del cine) por Lady in the Water, las cosas pueden parecer más libres y honestas, porque puedes decir que tu obra ha estado en la cresta y en el abismo por igual.

El cineasta indio-estadounidense nos deslumbró hace 20 años con un terror sereno e introspectivo al grado de parecer desconsolado, y justo en el cambio de siglo decidió crear Unbreakable, con un Bruce Willis maduro, y tal vez el punto de enclave de un nuevo cine de superhéroes. Muchos pensaron que el director había involucionado en su quehacer, pero tardamos en reconocer que lo que engrandece el cine de Shyamalan es su capacidad hipnótica de crear historias con plot twists sobrecogedores, toda una marca registrada que reviste el género de tópicos personales.

Unbreakable hablaba de la necesidad de encontrar lo simbólico, aquello que afirma la promesa vital de un hombre y su entorno frente a la aflicción y la catástrofe. Primera parada para Glass:

Sé quién soy. ¡No soy un error! Todo tiene sentido. En un cómic, ¿sabes cómo puedes saber quién será el archivillano? Él es exactamente lo contrario del héroe, y la mayoría del tiempo son amigos, como tú y yo.

https://www.youtube.com/watch?v=AlHHAKIpb84

Como suerte de destilador, el producto siguiente tardó en aparecer. Split brotó en 2017, y sugirió observar la destreza actoral de James McAvoy, fragmentada en 24 personalidades que iban de lo rotundamente femenino, pasando por lo infantil, hasta llegar al epítome de la protección y la ira llamada ‘Bestia’. Todo un thriller orgánico que homenajea a John Carpenter con escenas contrapicadas y cámara a ras de suelo.

¡Somos gloriosos! Ya no tendremos miedo. ¡Solo a través del dolor puedes alcanzar tu grandeza! ¡Aquellos que no han sido desgarrados no tienen ningún valor en sí mismos y no tienen lugar en este mundo! ¡Ellos están dormidos!

La Bestia, Split

En 2019, el archivillano logra su película: Glass. Conclusión definitiva de una búsqueda del yo, donde Samuel L. Jackson encarna al malvado pero muy necesario Elijah Price. Las preguntas son claras: ¿quién es el villano?, ¿acaso lo malo no es necesario si se buscan fines superiores? ¿y si somos una mentira evitable, tan sólo un desvarío?

En industrias como Marvel y DC se presentan héroes que tienen asuntos personales que se inmiscuyen para bien o para mal, pero nunca en una exploración ontológica. Con Shyamalan la trama parte desde un aleph, regresa a una patria, a la abstracción humana que vive en lo sobrenatural.

El cineasta corre por dos tópicos entrelazados: el encuentro de nuestros personajes mágicos (Elijah, Kevin y David) en un psiquiátrico donde el objetivo es convencerlos que son humanos y no superhéroes: la lucha interna de la opresión de lo extraordinario. Mientras eso sucede, en una segunda línea, hay fragmentos que explican la genealogía de un cómic a través de brevedades que salen de la boca de Elijah.

El filtro visual se encadena con los dos filmes anteriores, la creación de espacios esterilizados, la elección de colores pastel para ropas y paredes, lo mundano de los elevadores y pasillos. Todo sin descuidar el germen de sus personalidades (en analogía con el cabello de Sansón o la sexualidad en tiempos de Lisístrata), como el manto oscuro de Dunn, la vestimenta púrpura de Glass o el pecho revelado de la Bestia. El ruido blanco evoca al thriller, un paso arriba del tempo normal y con un volumen estridente… siempre alerta, siempre fraguando.

El guion es un ondulación visual que puede ir de lo cómico, a lo fino, a lo tierno, a lo trascendente. Shyamalan ha dicho en repetidas ocasiones que es un cineasta de ideas y así lo demuestra con una forma atractiva y llena de adrenalina, pero con una sucesión de diálogos íntimos y heterogéneos. Ha creado una cinematografía probadamente humana, desde Unbreakable hasta el cierre actual que está en cartelera.

Nadie puede negar la parquedad del corazón de David Dunn. Su dureza flaquea y el entrecejo se frunce cuando la doctora Staple declara que él “cree” tener súperpoderes pero no es así. La fe en sí mismo es vulnerada por la ‘ciencia’ pero  recuperada por el villano: “señor Dunn, muchas de las cosas que hacemos pueden explicarse pero no dejan de ser extraordinarias”. Su punto más heroico no es derrumbar una puerta metal, sino dejarse colmar por la bondad, porque él héroe quiere justicia pero no muerte. El héroe es tan humano que los traumas infantiles le siguen, lo azotan. Incluso cuando el escenario huele a muerte, éste gustoso sale a batalla.

Kevin Wendell Crumb, entre sus más de 20 personalidades que conforman La Horda, deambula entre el baluarte y el candor. Apetecemos el mundo de Hedwig, un chico de 9 años con calcetines rojos que baila a ritmo de Drake, sus ojos se expanden ante la curiosidad y la belleza de Casey, ‘edcétera’. En un giro de voz sabemos que estamos ante la respetada y maternal Patricia, el personaje providente que sitúa flores sobre los cojines, siempre dispuesta a preparar un sandwich de mermelada… recatada pero feroz a la vieja usanza. Así es Kevin y sus aliados, pueriles y a veces sádicos pero al final un mural de sensibilidades empáticas, exigentes y en ocasiones fatigosas… Sin malos ni buenos, sólo humanos que buscan luz.

Nuestro personaje que cierra la trilogía, Glass, sabe que no es un error. Su madre se lo dijo con un beso desde que era pequeño. La maldad como discurso totalitario ha quedado estrecho entre sus manos, su distrofia fisiológica parece ser necesaria porque le ha permitido cultivar un ente que no se fracciona como sus huesos. Al igual que todos busca un fin en el mundo, y él posee un panóptico de impresiones y causalidades que busca usar. Se entrega a la beligerancia porque, como cualquiera, los estragos viven en él. El compromiso se adelanta al humor, nos planta situaciones, nos hace parecer listos. Se agradece su tránsito aunque nos deje huérfanos: sin lo extraordinario pero con certeza sobre el mundo.

Por otro lado están los eternos ayudantes, los Robin que entran a escena para aligerar la ofensa. No son listos, ni atléticos, son desprotegidos y eternos creyentes. Son carne y ligereza. La madre de Glass apoya a su hijo con serenidad y aplomo, mientras que el hijo de Dunn le sigue e incluso participa de sus hazañas, pero tal vez el personaje más glandular y mejor construido dentro de los “normales” sea el encarnado por Anya Taylor-Joy, con una belleza inusual y un perfil retraído y adusto. Son cimientos por lo afectivo, no por lo utilitario, sus heridas son las de sus héroes aunque a veces sean villanos. En una contorsión de la trama, Shyamalan recurre a sus tres creaciones sobrenaturales y a sus tres comparsas para probar que la soledad no es absoluta, logrando restaurar el doloroso rompecabezas de sus personajes, y hermanando lo fantástico con lo terrenal: un toque de mano, una frase, una lágrima o un alarido nos reconcilian con el mundo.

Después de 19 años, el director deconstruyó no sólo una serie fílmica de antología, sino que logró preservar sus obsesiones a pesar de la crítica. Al final de este itinerario pudimos ver las complejas filiaciones que se generan en Shyamalan, pudimos ser uno con su mundo, el que siempre creímos que era un sueño.

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