«¿Hobbits en el espacio?»: J.G. Ballard sobre Star Wars

Por J. G. Ballard

¿Puedo dar una opinión disidente? Parece haber una profunda necesidad de admirar en todas partes La guerra de las galaxias, acompañada de un resentimiento contra cualquier reacción que no sea la del cariño. La guerra de las galaxias, escrita y dirigida por George Lucas, es atractiva, está pensada con brillantez y actuada con verdadero encanto, rebosa de entusiasmo e ingeniosidad visual. Por lo demás, no es en absoluto original, la trama es débil, para ser olvidada de inmediato, y es una pesadilla acústica (el muro de sonido electrónico que envuelve a la audiencia está tan sobreamplificado que cada pisada suena como el Krakatoa).

En este caso, ¿a qué viene tanto alboroto? ¿Y qué indica el increíble éxito de La guerra de las galaxias, para bien o para mal, sobre el futuro del cine de ciencia ficción? Si bien soy algo parcial, creo firmemente que la ciencia ficción es la verdadera literatura del siglo veinte, y probablemente la última forma literaria existente antes de la muerte de la palabra escrita y el dominio de la imagen visual. La ciencia ficción ha sido una de las pocas formas de la ficción moderna en ocuparse explícitamente del cambio —social, tecnológico y ambiental—, y ciertamente la única ficción en inventar mitos, sueños y utopías de la sociedad. ¿Por qué, entonces, ha sido llevada al cine con tanta dificultad? A diferencia del western, que hace ya mucho superó a la forma literaria y existe por derecho propio, el cine de ciencia ficción nunca ha sido más que un vástago de su precursor literario, el cual hasta la fecha lo ha provisto de todos los temas, ideas y hasta de su ingeniosidad. El cine de ciencia ficción ha sido notoriamente propenso a los ciclos de explotación y abandono, a fusiones poco felices con el cine de horror y el policial, o con las películas sobre el medio ambiente y las catástrofes.

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La forma más popular de la ciencia ficción —la ficción espacial— ha sido la de menos éxito desde el punto de vista cinematográfico, hasta la aparición de 2001y La guerra de las galaxias, por la sencilla razón de que los efectos especiales de que se disponía eran totalmente inadecuados. Es curioso que la ciencia ficción sea una de las formas más literarias de toda la ficción, y las mejores películas del género —La humanidad en peligro, Dr. Cyclops, El increíble hombre menguante, Alphaville, El año pasado en Marienbad (no se trata de una selección caprichosa: sus temas son el tiempo, el espacio y la identidad, los tres pilares de la ciencia ficción), Doctor Strangelove, Los usurpadores de cuerpos,Barbarella y Solaris— y admirables fracasos tales como La cosa, Plan diabólicoy El hombre que cayó a la Tierra han hecho un uso comparativamente modesto de los efectos especiales y se apoyaban en ideas muy imaginativas, en el ingenio, el humor y la fantasía.

Con La guerra de las galaxias el péndulo parece inclinarse hacia el otro lado, a los espectáculos grandiosos pero huecos, en que los efectos especiales —como el magnífico diseño de los vehículos espaciales y de sus interiores, tanto en La guerra de las galaxias como en 2001— prevalecen sobre ideas y tramas carentes de originalidad, como en esos musicales de altísimo presupuesto en que los decorados y el vestuario son extravagantes pero no hay melodías. No puedo evitar pensar que en ambas películas el verdadero tema son los decorados espectaculares, y que las ideas originales e imaginativas —en las cuales, hasta ahora, se había basado la fama de la ciencia ficción— son relegadas por sus realizadores a un segundo plano por considerarlas poco importantes e incluso, quizá, fuente de distracción.

La guerra de las galaxias en particular parece destinada a atraer a esa inmensa audiencia aún sin explotar de gente que nunca ha leído ciencia ficción o no ha estado particularmente interesada en ella, pero que ha asimilado sus ideas superficiales —naves espaciales, pistolas de rayos, corredores azules, el futuro como cualquier cosa a la que se le ponga encima un alerón— a partir de las tiras cómicas, de series televisivas como Star Trek y Thunderbirds, y de la iconografía de la publicidad de masas.

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Las ideas visuales de La guerra de las galaxias son ingeniosas y entretenidas. Irónicamente, solo ahora la tecnología del cine está lo bastante avanzada para representar la decadencia de la tecnología avanzada. Me gustan las supertecnologías que ya dan muestras de deterioro, la nave interestelar pirata como un viejo vapor venido a menos, los robots abollados con IQ más alto que Einstein y que se asemejan a De Sotos apaleados en Atenas o La Habana, con casi un millón de kilómetros en su haber. Me gusta la manera en que buena parte de la acción se ve a través de imágenes computarizadas que informan sobre la velocidad de aproximación y la fuerte de impacto, con lo que los espectadores se sienten como pilotos de un Phantom durante un bombardeo en Hanoi.

De pasada, la referencia a Vietnam no es desacertada. Aparte de la destrucción de todo un planeta habitado en La guerra de las galaxias, hay matanzas constantes durante dos horas, y por momentos los cadáveres apilados llegan a cubrir la mitad de la pantalla. Al perder la cuenta del ingente número de muertos, pensé al principio que la película sería una extraña parábola involuntaria de la participación de los Estados Unidos en Vietnam, en la que el valiente héroe de un planeta atrasado y su improvisado ejército de robots de desecho y extraterrestres con aspecto de chinos pelean con coraje contra el mal y la supertecnología del Imperio Galáctico, que todo lo destruye. Sea cual fuere la verdad, es curioso que el filme sea apto para todos los públicos: dos horas deLa guerra de las galaxias debe de ser uno de los medios más eficientes para erradicar de un chico preadolescente cualquier miedo o sensibilidad ante la muerte de los demás.

Con todo, en cuanto pantomima tecnológica, La guerra de las galaxias no carece de sentido. Está el hada buena, Alec Guinness, con su varita de láser, su tono suave y sus palabras edificantes; el hada maligna de la pantomima, el Señor de las Tinieblas Darth Vader, con casco negro nazi, máscara de cuero braguero quirúrgico computarizado; el muchacho protagonista, el robot aparentemente masculino R2-D2, quien de hecho oculta una imagen holográfica en código de la Princesa Leia y la proyecta de vez en cuando a la manera de una Dick Whittington enseñando los muslos en el Palladium.

Sin embargo, George Lucas se ha equivocado en grande con los actores de reparto: lo que quiere ser una proeza, el desfile de extraterrestres por el saloondel planeta fronterizo, resulta tan desternillante como El Show de los Muppets, con monstruos peludos que gruñen y ponen los ojos en blanco. Casi esperaba que aparecieran de golpe la rana René y Miss Piggy y presentaran a Bruce Forsyth.

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Lo que falta en todo esto es un núcleo imaginativo sólido. La guerra de las galaxias es la primera película de ciencia ficción que carece totalmente de seriedad. Incluso un episodio flojo de Star Trek o de Dr. Who y los Daleks tiene una pizca de alguna idea original, y el vasto punto de vista interplanetario y tecnológico de 2001 estaba por lo menos al servicio de una visión cósmica en continua expansión. Lo máximo que cabe esperar, creo, es que gracias al desarrollo técnico que existe se haga una película de ciencia ficción realmente buena. En cierto sentido, La guerra de las galaxias es una inmensa carta de ajuste, una película que pone a prueba las posibilidades del cine de ciencia ficción.

El anuncio de 20th Century-Fox —es de suponer que con el visto bueno de George Lucas— describe esta película moderna como «el juguete más grandioso inventado por adultos para jugar y expresar sus fantasías», y puede que La guerra de las galaxias tenga un mérito más profético del que yo le atribuyo. Es en muchos sentidos la película ideal para ver en casa, en la que Lucas ha regresado al armario de los juguetes con todas sus fantasías de niño, para reunir una colección de juguetes de peluche, videojuegos y naves espaciales de plástico en esta hazaña fastuosa propia de un niño de diez años, de vuelta en aquella época en que, como él mismo dice «soñaba con escaparse y tener aventuras que nunca nadie había tenido».

Publicado originalmente en Time Out en 1977, recogido en Guía del usuario para el nuevo milenio, Minotauro, 2002. 

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