«No me interesa contar historias, me interesa el trance de una narración»: Rodrigo Márquez Tizano

Por Miguel Ángel Morales / @mickeymetal

Foto: Luis Manuel Rivera

¿Será posible armar a partir de fragmentos y enunciaciones sueltas e instrucciones y apuntes dispersos, la historia de una memoria? ¿Avizorar a la vez la historia de un territorio tomando patrones caóticos? ¿Leer palabras lejanas que, sin embargo, hacen las veces de parábolas que nos dicen lo que ya sabemos (que somos una epidemia, un abismo, el mal), pero que a pesar de todo dejan un vago desasosiego? La primera novela de Rodrigo Márquez Tizano absorbe los cortes, los engaños, las omisiones de nombres y todo mecanismo que los narradores de las formas correctas ven con desconfianza, para plasmar un texto informe y adaptable gracias al lector —sí, Barthes resuena en sus entrañas—. Yakarta (Sexto Piso, 2016) nos da pincelazos de un hombre-niño, su pareja (Clara), sus amigos, una epidemia que acaba con los niños de un país y unos albinos que lo acechan. El marco de todo es la memoria que reelabora las vidas y las lleva a su curva descendente. En vez de configurar una violencia a la manera de cierta narrativa actual, Márquez Tizano dibuja los avatares de una derrota llamada Progreso, a través de una comunidad sedada y miserable que ha asumido una idea de la Historia como quien sigue las instrucciones de un aburrido manual técnico.

La publicación de Yakarta es motivo suficiente para intercambiar algunas palabras con Rodrigo en una librería de la Colonia Roma.

MÁM: ¿Implicó algún cambio pasar del cuento y la poesía que practicabas en tus inicios como escritor, a una narrativa más, digamos, de largo aliento?

No lo veo como un proceso hacia delante o hacia atrás, simplemente creo que esta obra requería esa distancia. Soy lector de poesía pero muchas veces esa idea de la mímesis se adapta muy bien: como leía poesía necesariamente iba a escribir poesía. En cuanto al relato, es lo mismo, no hago distinción, lo que sí cambió o ha ido cambiando es mi percepción del cuento como una estructura completa, como una estructura que tiene ciertos activadores, pero también podría aplicarse un poco eso a la novela: es la gran estructura de la narración del siglo XIX y XX. Eso tampoco me interesa, la estructura en sí.

MÁM: Hace un par de años comentaste que estabas trabajando en una novela llamada Volverse catástrofe. ¿En qué sentido tal concepto, el de la catástrofe, está inserto en Yakarta?

Es la raíz de la novela, es, sí, una novela de catástrofes. Creo que me persigue esta idea porque vivimos en una. Vivimos en un cataclismo a la mitad, en una promesa de que todo va a acabar sin que acabe; en cambio, sólo se nos presentan pequeñas réplicas. Creo que es el gran tema de la vida cotidiana: seguir viviendo en este alud de catástrofes que nunca terminan por terminarse, porque hay un meteorito allá fuera. Lo mejor que podría pasarnos es lo que ocurrió con los dinosaurios: que llegara una roca y nos extinguiera a todos. Pero no tenemos tanta suerte. Estamos sometidos a esta cadena de pequeños accidentes que nos van lacerando, pequeñas épocas de bonanza que nos hacen otra vez tener la esperanza. Es un proceso en el que todos estamos inmersos como humanidad, un gran fracaso colectivo. Esa es la gran catástrofe. Nosotros somos la catástrofe.

MÁM: Percibo que en Yakarta hay una elección de un cierto perfil de personaje: melancólicos, perdedores…

Puede ser. Lo que no intenté fue delinearlos demasiado, decir «voy a intentar que el fracaso arme a estos personajes». Hace rato me preguntaban que por qué no hacía personajes felices, a lo que yo dije: «Sí, hay un momento en que uno es feliz: cuando está lastimando al otro». Hay un juego de dobles todo el tiempo, de copias, de repetición. Al final me interesa la imposibilidad de reconstruir una vida, la memoria, con sus trampas. En el mismo nivel se encuentran los pozos del lenguaje, como una materialización de esa memoria. Es imposible reconstruir un relato porque cada que cuentas algo lo vuelves a rearmar, tomas partes de otro momento, vas creando otras historias. No tanto la imposibilidad de narrar, sino más bien poner en riesgo, en la idea formal de la novela, los aparatos de reconstrucción.

MÁM: A propósito del tema de la memoria, existe una obsesión ligada al título. En un pasaje vemos cómo los alumnos repiten, cual robots, «Yakarta», en respuesta a la palabra «Indonesia». En otra, se lee, «nos componemos de necesidades conectadas». Hay dos visiones: la de memorizar a la fuerza y la otra es aquella unión que no requiere límites políticos, sino reelaborar.

¿Qué es la frontera? Es un límite, una línea, un territorio, casi un limbo que separa una cosa de otra, que separa una idea de otra, un país de otro, una tierra de otra tierra. Pero también hay una vinculación: si no existieran esas demarcaciones nosotros no podríamos conocer al otro y por lo tanto tampoco a nosotros. Yo juego con esa ambivalencia de la frontera. Yakarta es más bien este territorio compuesto por las memorias propias, la reconstrucción de estas memorias, las copias de otros. Quise utilizar el nombre de Yakarta porque en realidad no me evocaba nada. Se trataba de un nombre en el cual podía vaciar todo y dotarlo otra vez de un significado. También por eso no existen nombres que me recuerden cosas, existen estas referencias pero están veladas, no están nombradas. Es por algo particular: cada vez que tú nombras, tienes toda esa carga de lo que la cosa aludida significa. Le pones límites. En cambio para mí, la palabra Yakarta no me evoca nada. Nunca he estado ahí. Ni siquiera lo he buscado en Internet. Un amigo acaba de ir a pelear a Yakarta esta semana. Es boxeador. Entonces, ¿qué puede ser? Es el nombre que le daban a uno de ellos, pero también es un territorio al que viajan. Es un territorio en el que despertaban. Es una zona de la memoria. Quise hacer algo así como el Delta panorámico de Marcelo Cohen al que puedes visitar mediante la memoria, como una especie de dopaje en el que entras en un trance y vuelves al lugar de las reconstrucciones, de la imposibilidad de la narración. «La memoria es el último reino de lo real», dijo Proust. Cierto. Si no hay más realidad que esa. Yo de ahí la construyo.

1-principal MÁM: Acceder a la memoria implica una posibilidad lúdica, reconstruir el pasado. Curiosamente en algún momento de Yakarta se lee: «Hay dos cosas que nos sobrevivirán: la pelota y el dinero». En el contexto actual, el dinero tiene copado todo, lo cual hace que a veces nos olvidemos del goce, del ‘error’ o del azar, elementos necesarios en la vida. Yo sé que el deporte [un juego] es fundamental en tus intereses: ahí está Esquina Boxeo o La Dulce Ciencia Ediciones, proyectos de los que formas parte. ¿De qué forma fijaste este interés en la novela?

El juego tiene su propio lenguaje, a partir de aceptar ciertas reglas, ciertos límites que tiene. Si olvidas o rompes tales reglas, ya no estás jugando, pasas a otra categoría: estás haciendo trampa u otras cosas. Me interesa el lenguaje que surge a partir de un juego: cómo se va construyendo una idea del juego a partir del mismo lenguaje, y me interesa digamos, ya como estructura social. Me atrae esta parte del dinero y la forma en cómo toca todo y lo trastoca, cómo al final este juego puede entrar de una manera romántica y se va transformando hasta que no se puede explicar bien y regresa a la confusión. De todas maneras el dinero, como bien dices, siempre tiene acaparado todo y a final de cuentas siempre pierdes. El juego está diseñado para la caída. Es la curva. Vamos a perder algún día. El que juega, como Dostoyevski bien lo ha apuntado, juega porque sabe que va a perder. Juan José Saer, que para mí es un escritor muy importante, quizá el más –curiosamente lo que hago no se parece nada a lo que hace él–, fue jugador, jugaba ruleta. En Cicatrices, que es su primera novela ya como Saer, ya que de las primeras reniega un poco, toca este tema del jugador, el tema de este tipo que juega porque sabe que va a perder. Es la línea oval del juego. Es un poco la metáfora de la novela: el juego va a seguir siendo y tú vas a seguir perdiendo. Quizás en algún momento te recuperes. Y si no te recuperas y mueres, como en El ruletista de Cărtărescu, no pasa nada. Me gusta mucho esa novela. Es un libro chiquitito en el que vemos a un tipo que juega ruleta rusa y gana todo el tiempo. Es decir, no muere, mueren los otros. En un momento, cuando ya es insostenible la situación, va a verlo la gente, multitudes, porque parece que es inmortal. Empieza con una bala, una oportunidad de ocho de que mueras. Luego dos de ocho. El último gran acto es tener las ocho balas en el cilindro de la pistola. Es decir, ya no hay manera de que el protagonista escape. Cuando esperamos la lógica, la muerte, viene un sismo. ¿Qué nos intenta decir? Que no vamos a morir, siempre va a venir otra cosa. La humanidad, como este fracaso colectivo del que hablaba, va a seguir sufriendo esto. Nada va a pararla. Somos cucarachas.

MÁM: ¿Tú sientes que el juego o los deportes han cambiado la forma en la que escribes?

Yo creo que todo. Para mí toda la vida está conectada y por eso no me puedo distanciar, aunque lo intente –y esa es la gran tragedia–, de lo que pasa a mi alrededor. Me da mucha hueva la autobiografía burguesa de contar mi vida, lo que me pasa, mis pedas con mis amigos. No me interesa.

MÁM: Pero hay aficiones que influyen tanto en la vida de alguien al grado de hacerlos olvidarse de su arte. Tenemos a Juan José Arreola que prefiere abandonar toda escritura y encuentros amorosos a favor de una partida de ajedrez, o a Miles Davis, que quería ser Ray ‘Sugar’ Robinson…

De acuerdísimo. Yo podría pasar un tiempo sin escribir pero soy obsesivo. El otro gran tema de Yakarta es la obsesión, con ciertos objetos, ciertas cosas que se repiten. A partir de esas imágenes se va construyendo la novela. No hay una anécdota. Tampoco he elegido en detrimento de la trama hacer una cosa con el lenguaje. Existe. Van al unísono. Pero por supuesto que me gusta más jugar. Yo juego futbol. Es lo que más me gusta hacer en la vida. Ya no tengo 20 años, pero me gusta. ¡Juego tres veces a la semana! Siempre estoy lesionado, siempre tengo pisotones. Evidentemente no soy un gran jugador, cada vez lo soy menos. Si yo pudiera jugar diario, lo haría. Juego los lunes, miércoles y sábados. Es una necedad, pero me hace feliz.

MÁM: Ya que andamos en esa temática del juego, y por ende de rivales y oponentes, hay en la novela una frase dura: «La mediocridad es un enemigo invencible», que relaciono con la realidad mexicana, de repeticiones absurdas, de modelos fallidos e individuos agachones, lo cual habla de un fracaso en ciertas formas de pensamiento: aprendemos cosas mediocres y con ello ayudamos a perpetuar la mediocridad. ¿Esto es parte de lo que tú llamas «sistema de desaliento»? Has dicho que vivimos en una catástrofe, entonces se sigue que ésta es fomentada por ciudadanos-catástrofe… 

¡Claro! ¿Qué te va a enseñar un maestro de la catástrofe cuando eres chico si no es a replicarla? Se renuevan esos valores. No hay manera de escapar a esto. Soy bastante pesimista al respecto. Existe esta referencia a México, por supuesto, porque aquí crecí, aunque la hubiera hecho [la novela] en Polonia. Es lo que a veces resulta ridículo, ¿no? Cuando ves a un escritor de aquí que quiere evocar la Varsovia de hace mucho tiempo o esas cosas y a final de cuentas acaba pareciéndose a Xochimilco. El chiste es que si aceptamos que todo se desarrolla en Xochimilco pero no le ponemos nombres, eso lo hace más útil al propósito de una obra. Pero si lo hiciera, en vez de crear este sentimiento de confusión, te estaría dando ciertos datos inútiles, cascarones, para que tú te hagas la idea de lo que esto es y no le permitas a la lectura crecer en ti. Es más difícil ese tipo de lecturas donde ya te dan todo porque ya no te permiten completar la lectura, la experiencia lectora se vuelve más difícil; te encajonas al darte estos significados ya de antemano. Me parece huevón tanto de una parte como de otra. La literatura no está para contar historias. A mí no me interesa contar historias, me interesa el trance de una narración, me interesa preguntarme por qué narramos los límites de estas narraciones, los límites que nos va poniendo el lenguaje mientras, por supuesto, se cuenta una historia porque es parte del ensayo. El ensayo es contar la historia pero yo sé que tenemos ciertas estructuras totalizadoras para contar estas historias. Empezamos de aquí, llegamos acá. Tampoco me interesa abolirlo porque no se puede: hay una tradición, además, no vamos a inventar nada. Pero hay un campo de tensión. Es ése el que me interesa trabajar. Una especie de escritura del texto ausente. Hay un chingo de cosas por completar en la novela. No me corresponde a mí completarlas. Por eso me interesa mucho conversar con la gente que lee el libro porque cada quien me dice cosas tan diferentes… Como no se puede comentar como el chiste de Pepito de «éste llega aquí, pasa esto y acaba en esto», cada quien la va completando como se le da la gana.

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MÁM: Justamente en nuestra vida estamos llenos de marcos huecos, carentes de significación, pero que repetimos porque así se nos dijo que son, y no hay de otra. En la escuela se nos dicen inventos como: «Juan Escutia se cayó del Castillo de Chapultepec por salvar a la Patria» o «gracias a tal político tenemos la libertad sólo antes anhelada». De pronto se vuelven monografías.

Aquí hay un montón de monografías. Hay una fijación que tengo con las figuras patrias, las historias, las narraciones imposibles, y me burlo un poco, o bueno, al menos lo intento. Son historias dentro de otra historia, dentro de otra historia. Yo tomo un montón de maneras de cómo contar esa historia, desde los códices, el lenguaje de las Cartas de relación de Hernán Cortés hasta los copistas, cómo ese lenguaje se va desgranando. Me interesa también el lenguaje que tenemos en México pero no me interesa el atajo de decir: «Te voy a contextualizar que estamos en México, entonces mis personajes tienen que decir ‘chingados’, ‘güey’». En Yakarta, hay un detalle sobre esto: el protagonista a los soldados les dice «sardos». Con esa distinción, sabes que estás en México, aunque no lo estés enfatizando demasiado. Por otro lado hay guaraní, se escribe guaraní, la idea de la pelota también es guaraní. Es una región de Latinoamérica donde el lenguaje es un pozo, al igual que la memoria.

MÁM: Si tomamos a la estructura de Yakarta como una especie monografía, ¿qué imágenes tomaste o crees que fueron decisivas para armarla?

A pesar de no ser una anécdota o una historia, hay varias cosas que se van uniendo. Es una novela de formación, un bildungsroman. En otra parte es una novela de aventuras, una novela de chicos. Pero por otro lado, la verdadera obsesión surge de la imagen del perro muerto, un perro de descomposición en la basura. La obsesión con esa figura y la obsesión con preguntarse por qué nos obsesionamos con eso y en qué momento empezamos a narrar desde ahí, eso fue lo primero que surgió. Y es que te tienes que preguntar qué ha pasado contigo para que empieces a narrar desde ahí. No es una cuestión de psicoanálisis pero sí de subvertir el canon de lo narrativo desde la construcción de la novela. Es algo que te tienes que preguntar porque si no, ¿quién?

LMR: Ahora que eres editor de Vice veo que te has clavado mucho en crónica latinoamericana. ¿Esto siempre te ha interesado o es sólo debido al trabajo?

Pues yo hacía crónica de box, deportiva. Me ha interesado el periodismo como trabajo. Estaba trabajando en una crónica, pero al final soy muy malo. Creo que editando tengo mejores cualidades. Me gusta mucho escribir crónica, pero siempre acabo ahí rozando con la ficción o contando cosas que a nadie le interesan. Me he dado cuenta que cuando edito soy bueno para decirle a alguien: «No mames, salte de aquí, salte de acá». Yo no puedo hacerlo: siempre acabo contando un cuento. En cambio, con los colaboradores trato de hacer legibles sus textos. Hay una idea curatorial detrás o de edición, y trato de hacer que empate con eso, es decir, sin matar el espíritu o idea de un colaborador, trato de hacer un texto que entre dentro de un formato, dentro de una caja, que es la revista, y busco jalarlo hacia allá. Al final, hay un propósito. Aquí sí hay un lector al que me gustaría llegar. Es una revista que he intentado que tenga un cambio e incluya crónica, periodismo de investigación, periodismo narrativo. Trato de que no haya esas crónicas onanistas de la experiencia. La experiencia, eso es lo último que uno como autor se va a quitar. Cuando estás escribiendo, ya sé que estás en tal lugar, pero ¿por qué tienes que empezar las mismas frases como: «cuando llegué al bar», «cuando llegué a tal lado»? Nunca te vas a poder desprender de tu presencia como autor, qué pinche desgracia; estamos condenados a nunca salir de nosotros. Entonces, vamos a lo que nos interesa. Si estás haciendo un perfil, creo, sólo debes usar la voz de la persona que estás perfilando, entrevistando, para decir las cosas a las que tú no podrías entrar, porque son sentimientos o emociones. Está muy chaqueto que tú las cuentes. Cuando algún colaborador me manda reconstrucciones melodramáticas, siempre le digo: «Tú no estuviste ahí». Puedes contar la acción pero no puedes contar lo que sintió. «Él estaba muerto de miedo». Cosas así. No lo sabes aunque te lo cuenten. Más bien, utiliza la cita, la voz. Te lo va dictando la naturaleza del texto. No creo que haya reglas. Es un oficio, el periodismo. Se va construyendo en el camino. Cualquier decálogo o cualquier serie de reglas que alguien imponga se van transformando o se van haciendo concesiones. Hay guías, pero no son definitivas.

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LMR: Hay quien asegura que cierto tipo de periodismo narrativo puede considerarse literatura, ¿tú lo ves de esa forma?

¿Quién diablos soy yo para decirlo? Los veo como textos, como escritos, como piezas. Cuando conectas estas piezas, podemos ver una obra y después podríamos decir «ok, la obra de esta persona tiene estas características». Algunos de los mejores cuentos que yo he escrito los escribió Kapuściński. ¡Son cuentos! Yo no sé si me hable de un partido [de futbol] real o no. No me importa. Está relatando algo. Eso es lo único que importa.  Todo el tiempo estamos traicionando el pacto con el lector. Todos sabemos mentir, pero el escritor debe saber mentir bien. Todos nos mentimos todo el tiempo. ¿Quién soy yo? ¿El paladín de la verdad? Si desde tu propia percepción ya estás mintiendo, no puedes ser objetivo. Saer, en El concepto de ficción, habla un poco sobre eso, de la carga negativa que le damos a la ficción al equipararla a la mentira y que la no ficción se ubica en la espesa selva de lo real. No hay fronteras. Como servicio, la crónica tiene sus reglas. Como pieza de escritura, no. Entonces, no me interesa si esto es real o no. 

MÁM: He ubicado que en tu propuesta en Vice hay un deseo de buscar la voz del otro, y no tanto un psicologismo propio del periodismo gonzo.

Me parece que Hunter S. Thompson es un muy mal maestro para muchos, ¿no? Era un tipo fantástico, loco. Surgió en un contexto que ahora en 2016, en donde las redes hacen que nos informemos de muchas maneras (aunque no queramos), de pronto suena desfasado. Que alguien me diga «Quiero hacer periodismo narrativo, algo medio gonzo» me hace contestarle «No, güey, eso era en determinado momento en donde había cierto contexto político, cierto contexto social, en donde Thompson era un rebelde. Ahorita ya no. La rebeldía está en otro lado. Pero hay que buscarla. No hay un Hunter S. Thompson en este momento. Tú no eres Hunter S. Thompson y no estamos en Vietnam, entonces ¿por qué querrías hacer esto?». Mi consejo como editor es: no seas anacrónico. Es mi chamba que ni yo quede como un pendejo ni que tú quedes como un pendejo. Te hago sugerencias, pero si tú estás ensimismado en ello, adelante. Igual y me equivoco. Me gusta la edición de largo aliento o de papel. Yo me dedico a hacer la revista impresa y me encantan las conversaciones en los márgenes con los autores; ahí nadie tiene la razón y muchas veces uno debe recular, porque pasa que los autores te dan un argumento que desbarata tu falacia, y eso está bien. Me fascina el diálogo que se puede tener con el autor. La pieza se vuelve otra cosa. El lector no ve nada de eso. Te tienes que quitar esos flotadores porque la pieza tiene que valer por sí misma. Se tiene que sostener sin muletas.

MÁM: Aunque en pleno 2016, de autocorrectores y tutoriales en video, aún persiste cierta idea entre algunos sectores de que no se necesita de un editor o un corrector. 

Yo veo al editor como un lector que está interesado en tu obra, un lector que está a tu disposición. Comúnmente es un lector que tiene ya muchas lecturas o está especializado en algo. Entonces es como tener alguien con quien dialogar. Yo creo que todos lo necesitamos. Si no tenemos a alguien con quien dialogar sobre lo que estamos haciendo, corremos el riesgo de volvernos maniquíes, sordos, necios.

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