Por Guadalupe Gómez Rosas
Un fantasma recorre el orbe: el espíritu de la complacencia y lo políticamente correcto. ¿Quién no ha sido tachado de fascista por sus adversarios en estos tiempos? Independiente de que lo sean o no, el miedo al oprobio público y a las redes sociales, que se multiplican exponencialmente, han creado una adulterada capa de reconciliación con el mundo. En esta versión de Volver al futuro no hay patinetas voladoras, hay individuos autocensurados que sonríen sin entender la pertinencia de sus tareas.
La corrección política puede abarcar tópicos inmensurables, pero queremos referirnos a uno representativo: la entrega de los premios de la Academy of Motion Picture Arts and Sciences, mejor conocidos como Óscares, epítome de disciplinadas relaciones públicas e imagen institucional estadounidense.
Óscares: la cara correcta de EUA
En tiempos de amañadas selfies —bueno claro, así son todas las selfies— y registros digitales consensuados, nos hallamos dentro de un nuevo mando de relaciones públicas, marketing, premios e incluso sentimientos que rivalizan con el mundo analógico, y que dinamitan tradiciones y estructuras sin antes dialogar con ellas.
Con sonrisas y glamour se presenta Estados Unidos, un país opulento, con novedosas configuraciones, pero también donde la política del sharing (Airbnb, Uber pool, etc), la iniciativa ecológica, el reconocimiento de los derechos no hegemónicos, y la cultura del emprendimiento joven esconden la mano de un sector pretencioso, justamente aparentando y vanagloriándose de lo que no es o incluso de lo que no cree.
La génesis de este texto viene arrastrando memorias, no sólo se trata de la 91º entrega de premios de la Academia, sino de una cronología de buenos gestos y millas de corrección política. Recordemos afrentas que se convirtieron en reclamos y posiblemente en nuevas decisiones. Una de ellas fue el hashtag #OscarsSoWhite de 2016, transformado en una tendencia que señalaba la falta de nominaciones para actores y actrices de raza negra. En 2017 dos de los premios más destacados quedaron en manos de Viola Davis y Mahershala Ali, intentando reparar la omisión de la que fue acusada la Academia el año anterior.
Sin embargo, el laberinto se abre y se confunde cuando las exigencias sociales permean el universo de la calidad y la eficacia, y aquel consenso genuino y experto cinematográfico se estropea. Ahora parece que en este proceso de nueva “blanquitud” se derrocan todos los juicios técnicos en pos de una imagen moral, inclusiva y gratificante de un Gran Hermano, pero no nos engañemos, es táctil sólo en la superficie, un rutinario artificio que arenga amar lo exótico, lo plural… la concepción rousseauniana del buen salvaje. Entramos en un bucle donde se gratifica lo amablemente social en detrimento de lo especializado y se llaman Óscares.
Óscares: premiar raza, género y adversidad
Tal vez el mejor ejemplo y disrupción de los premios, edición 2019, fue que Black Panther ganara tres premios de la Academia, mismo número de estatuillas recibidas por The Godfather en 1973. El inconveniente no es voltear y ver el mundo de superhéroes como una oportunidad, sino que la entrega en cuestión ni siquiera es la mejor de Marvel (su hogar). Lo que tiene es un enérgico mensaje black power, haciendo alusión al grupo radical Panteras Negras. Al final, sus nominaciones y premios parecen una apuesta de buenos gestos más que una obra galardonada.
Por otra parte, Rami Malek, hoy ganador del Óscar, ha demostrado ser un personaje mutable e hipnótico gracias a la pantalla chica con la serie Mr. Robot, donde personifica a un hacker que salta entre paranoia, narcóticos y alter egos. Sin embargo, la película que protagoniza, Bohemian Rhapsody, es un desembolso cómodo, sin tintes a destacar. Al menos en la redacción de Crash no recordamos a un actor que haya ganado un premio de tal envergadura por hacer fonomímica (lip-sync). Entendemos el premio BAFTA por la nacionalidad, el contexto y el tema del filme, pero los Óscares decidieron irse por lo fácil y fresco y no erguirse por actuaciones más maduras, como lo fueron Bale en Vice o Dafoe en Eternity’s gate.
En el caso de Mejor Actriz de Reparto, otorgado a Regina King, parece ser una llave fácil de una película de estrato racial, basada en un libro del icónico James Baldwin y dirigida por Barry Jenkins. La actuación de King no es nada despreciable, pero quien haya visto The Favourite dará cuenta que tanto Rachel Weisz como Emma Stone estuvieron por arriba de ese perfil, incluso la eterna Amy Adams que sigue parándose con brío en cualquier set que pisa y sin un premio que merece desde hace años.
Ahora llegamos a la gran categoría; de ocho películas posibles en la bandeja de Winner, había por lo menos tres películas bellas pero de confección evidente, sin sorpresas ni altibajos, Green Book es una de ellas y salió avante por dos de las mejores actuaciones del 2017: Mahershala Ali y Viggo Mortensen. Logró contener la vena de la crítica y se hermanó con lo social, pero nunca se arriesgó, nunca fue más allá que una prescripción a-b-c. Aún así ganó la estatuilla más importante de la jornada.
El caso Roma
Muchos comparan este estrellato con Lupita Nyong’o (12 years a slave) o Gabourey Sidibe (Precious), lo cierto es que el tiempo dará la razón para ver si Aparicio es capaz de emanciparse de este rol primigenio o si la crítica más sobria tiene razón. Al margen de si Roma merecía o no más Óscares, creemos que hay mucha beldad en los detalles gestados por Alfonso Cuarón, pero también consideramos que el mundo cinematográfico ofrece muchas más confecciones dignas de verse, premiarse y compartirse.
Sabemos que Roma no ganó los Óscares que muchos querían, pero su caso es importante porque representa el asombro de la apertura de estos galardones, sobre todo al poner en el centro a Yalitza Aparicio, una mujer de origen indígena sin prefacio actoral. En este espacio se jugaron varias cartas a posteriori: la exaltación combinada de rasgos indígenas con couture, la mala jugada de revistas y personalidades al hacer comentarios clasistas, pero también se dejó ver, desde el ojo experto, que Yalitza estaba nominada por razones que no obedecían a sus tablas y roles como actriz, sino por la representación y la conquista de Hollywood por su espíritu multicultural, como quien llega sin querer a una puerta no labrada para ello.
La rareza de la entrega de estos premios Óscar pone de manifiesto el conflicto del talento vs lo correcto. Si los parámetros cinematográficos los coloca una moral que escudriña cada palabra o acto, en breve veremos películas que se filmaron hace cinco décadas, con la misma historia solo intercambiando bellos rostros en 35 mm. Lo cobarde será la apropiación de ese discurso radical como correcto: donde criticamos el pasado totalitario pero no construimos el presente y olvidamos que al final del día los humanos seguimos siendo imperfectos, con manías, atisbos, yerros y logros.
Instamos a que si el mundo real quiere utilizar el escaparate para denunciar cuestiones sociales, será afuera de él no a consecuencia del mismo, como lo hizo Marlon Brando al negarse a recibir el premio Oscar por las políticas de Estados Unidos contra sus pueblos originarios. Elegir batallas es un proceso cognitivo y es más valiente preguntarse qué hacemos y cómo lo hacemos que tirar flechas antes de recibir la estocada.
La efervescencia social es correcta, por supuesto, así como pertinente respetar la creatividad y honrar a quien lo hace sin herir o molestar a terceros. Al igual que las cruzadas feministas, la búsqueda de un cuarto propio y la expresión en diferentes esferas, también esperamos que los Óscares (igual que otras premiaciones y reconocimientos) sigan manteniendo una apreciación técnica y especializada por arriba de la propaganda moral. Porque la raza, el género y la condición social son mecanismos de la vida cotidiana que deben ser resueltos en comunidad, con políticas, autoridades y ciudadanía, no a través de un cosmos inmerso en una pantalla.