Philip Roth y el personaje como identidad

POR NOÉ VÁZQUEZ

Parecería que toda literatura convierte la vida del escritor en un espectáculo circense. Incluso si nunca escribiera en primera persona el lector sabe que el escritor, el ser humano detrás de la máquina, se encuentra ahí de una u otra forma. Imposible que la palabra escrita se desprenda del «yo» que alguna vez la tramó, que alguna vez la engendró. Ni siquiera en los textos jurídicos y fundacionales donde distinguimos la poesía de un Jefferson cuando habla de la «búsqueda de la felicidad» es posible ignorar la mano que escribe. No se puede evitar la asociación personal. Se advierte el creador en el interlineado, se le anticipan sus intenciones, se distingue un discurso personal evidente o tácito. Pensaba en esto mientras veía una película que el editor de esta revista me recomendó, Animales nocturnos (2016), de Tom Ford. Existe un pasaje del filme en donde Edward, que es un novelista en ciernes que pretende alcanzar el éxito, tiene problemas con su pareja, acostumbrada a un estilo de vida con los más altos estándares. Edward le da a leer el manuscrito a su esposa. En una de sus críticas ella afirma que la novela es demasiado íntima o personal, que debe haber una forma en la que Edward deje de hablar de sí mismo. Él le contesta —tal vez de manera acertada— que toda obra literaria siempre es acerca de la vida del autor. Esto puede ser cierto, con sus reservas, claro está.

El caso de Philip Roth (Newark, Nueva Jersey, 1933-2018) da muestra de lo anterior. Roth siempre fue confundido con sus personajes, con lo que se sospechaba había de la vida privada del autor en sus libros. Lo abordaban para hacerle preguntas como: «¿En serio se acostó con todas esas mujeres?». Lo que sucedía alrededor de Roth estaba relacionado más con una mala lectura de sus obras que con la realidad. No faltaban tampoco hombres que al verlo en la calle le decían: «¡Eh, Portnoy, déjatela en paz!». El escritor también fue un imán para la indignación y el enojo. Eso, al menos en la década de los sesenta del siglo pasado, cuando toda la atención estaba puesta en lo que hacía. A Roth se le tachó de misógino por ciertos grupos feministas, acusación que tal vez pueda ser provocada por el hecho de que muchos de sus personajes femeninos son descritos de una manera bastante desafortunada: arpías manipuladoras y aborrecibles, seres odiosos y autodestructivos, resentidas o despechadas, tal y como en la novela Me casé con un comunista (1998), o como Lucy Nelson, de la obra Cuando ella era buena (1967) de quien se dice, fue tratada de forma «hostil» por el escritor —como si no fuera posible que el mismo escritor tratara de manera poco afortunada a muchos de sus protagonistas masculinos—. La contraparte del relato vendría años después, con Claire Bloom, con quien se casó y se divorció más tarde, quien llegó a tachar a Roth de ser un «manipulador, adúltero y neurasténico hasta el punto de la hospitalización». Se ha dicho bastante sobre su vida amorosa en la que cobra una importancia fundamental su primera esposa, Margaret, quien murió en un accidente en 1968. De alguna manera, la experiencia de su primer matrimonio fijó algunas de las obsesiones y temáticas de muchos de sus libros.

Roth siempre tuvo fama de aventurero y libertino. Muchos años después, cuando le preguntaron acerca de esto, su respuesta fue más que correcta: «Mi autobiografía consistiría casi por completo de capítulos sobre mí sentado solo en un cuarto mirando una máquina de escribir». Sea como sea, esta reputación jamás le abandonaría. Y fue a partir de El lamento de Portnoy (1969), que Roth adquirió cierta fama de lujurioso y erotómano. La novela es un monólogo que está narrado desde el diván de un psiquiatra por un joven llamado Alexander Portnoy. Alex es un muchacho proveniente de una familia judía típica, inmigrantes ellos, estadounidenses de primera generación, judíos-rusos, con un padre que embona bien en el estereotipo del padre judío, vendedor de seguros, trabajador, completamente dedicado a la familia —como el padre de Roth—; y con una madre incansable, llena de energía y entereza, sobreprotectora pero firme, posesiva en extremo, implacable, extraordinaria y entrañable como lo son todas las madres idealizadas por la literatura —justo como aquella madre retratada por Woody Allen en Historias de Nueva York (1989), en el cortometraje Edipo reprimido, donde la madre del protagonista es una imagen gigantesca en el cielo que lo observa todo a todas horas—. Portnoy entra en detalles acerca de su insatisfacción sexual, pero ese lamento va más allá de lo personal, tiene que ver una raza perseguida, amenazada, con una cosmovisión donde predomina la culpa y el temor de Dios. Portnoy piensa en su conducta como «el mal judío». Roth no omite detalles sobre la sexualidad de Alexander, hay innumerables escenas de masturbación con todo tipo de enfoques y variantes: utilizando una manzana que simule ser una vagina o bien, con la ropa interior de su hermana; o en todo tipo de lugares privados o públicos. Hay un comentario de la novelista Jacqueline Susan acerca de la impresión que le causaba Roth: «Sí, me gustaría conocerlo. Pero no me gustaría darle la mano». Con El lamento de Portnoy, Philip Roth escribe una novela escandalosa, sucia, incorrecta, controversial, divertida, necesaria. En épocas como ésta, de moralidad pacata y asustadiza, temerosa de transgredir los esquemas de la corrección política, conviene revisar de nuevo una obra como esta. Recientemente, la edición de la novela provocó los mismos embates moralistas, pero esta vez, con descalificaciones en su versión 2.0, cuyo sustento ya no sería religioso, sino político. En las confesiones y lamentos de esta novela se logra distinguir la tremenda tensión entre la moralidad religiosa imperante y el enorme gesto de incorrección que supone la singularidad y la individualidad en un mundo que tiende a uniformizarnos de manera orwelliana. Roth, en su libro Lecturas de mí mismo (1976), llegó a decir que concebía la invención de Portnoy como una explosión. Con el paso del tiempo Philip Roth se alegraría de haberla escrito.

Y volviendo al sustento personal que se encuentra en las obras de Roth, no debemos pensar que Roth buscaba una especie de catarsis para sacar a flote sus preocupaciones privadas. Con El lamento de Portnoy afirma haber buscado una ruptura con los medios de expresión tradicionales, pero también, quería hacer un retrato de todo con todo aquello que para la sociedad judía —y en general, el resto de los lectores— resulta difícil de aceptar, todo eso que escondemos del punto de vista de los demás porque lo consideramos repulsivo. En este sentido, su novela sería una larguísima sesión de psicoanálisis, un confesionario espectacular en el que ningún detalle de la vida de Portnoy, por más ridículo, inconfesable o escabroso habría de ser omitido del escrutinio del lector. Si la moralidad sexual es el invento de un entorno demasiado represivo, ahí, en esa lamentación de Portnoy estaría la exposición detallada de las profundas tensiones que crea en un individuo en particular. Portnoy se desenvuelve a lo largo de su novela desde varias aristas, como un poliedro, pero tal vez, las características de su sexualidad son las que generaron más ruido en la opinión de lectores y críticos. Juan Gabriel Vásquez, en uno de sus ensayos, ha considerado la novela como un verdadero himno a la libertad sexual de la década de los sesenta. El lamento de Portnoy tiene un paralelismo en esos dramas y comedias psicológicas de Woody Allen donde el tema del sexo es central y fundamental: los usos y los abusos, la represión, las parafilias, los tabúes, la insatisfacción, los conflictos y complejos, las culpas. Como una muestra, Crímenes y pecados (1989) inicia con el rostro fijo en el terapeuta, el narrador se justifica y explica, procede a contar su historia, que es la cinta que veremos. Otro ejemplo, Annie Hall (1977), en donde Alvy Singer, un cómico judío, comienza dirigiéndose a la cámara, y en primera persona, intenta una confesión que combina la experiencia personal con muchos lugares comunes de la jerga psicoanalítica. Pero también, podríamos hablar del contagio del psicoanálisis en casi todas sus películas en donde aparece directa o indirectamente la presencia del psiquiatra o el diván: Hannah y sus hermanas (1986), Esposos y esposas (1992), Zelig (1983)... La vida del siglo XX convirtió la actividad privada del individuo incluso desde lo más vulgar, sucio, inaceptable y escabroso en el sitio de excavaciones en busca de la terapia o cura. Norman Mailer llegó a decir que la pareja moderna estaba formada por un hombre, una mujer, y un psicoanalista.

«Dios, el amor, la muerte», era lo que Vladimir Nabókov les decía a sus estudiantes en Cornell cuando hablaba de los grandes temas de la literatura. «El sexo y la muerte, puerta de adelante y puerta de atrás del mundo», era la frase con la que William Faulkner esbozaba la demarcación de toda una vida. Las temáticas de Roth no fueron ajenas a esto. La voz que describe su libro el libro de memorias Patrimonio. Una historia verdadera (1991) es la voz del mismo Roth enfrentándose al hecho tremendo de la enfermedad y el fallecimiento del padre. Patrimonio es una confesión, pero también una elegía mientras hace la descripción de un proceso de muerte. Esa serie de eventos desastrosos son narrados en primera persona, ahora sí, sin los enmascaramientos propios de los trasuntos «que se parecen a Roth». Es la vida del autor, ni más ni menos, al desnudo, sin concesiones de ningún tipo. El libro podría describirse como una auto-ficción y aquí hay mucho de lo que ha hecho Carrère en casi todas sus obras o Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos (2005) que también tiene como temática la confesión acerca de la relación con el padre. El autor describe el cuerpo de su progenitor moribundo y otorga un registro de cada una de las etapas de su enfermedad desde que una parálisis facial comienza por ser el síntoma de un tumor cerebral. A través del relato asistimos a la progresiva degeneración del cuerpo que albergó un individuo encantador y memorable. Nos habla de su relación con el dolor ajeno y de la ruina física. Como muchas relaciones entre padre e hijo, fue una convivencia difícil, estaban distanciados y existía una brecha insondable entre ambos. La idea de la muerte, su amenaza y el deterioro físico del padre los acercó a ambos. Roth describe un cuerpo, esa es la idea fundamental, y el relato de la interacción con ese cuerpo llamado a la tumba desde los progresos de la enfermedad es de una franqueza y un patetismo que por momentos nos abruma.

Al hablar de Roth, de lo que hay de él mismo en su obra, de sus máscaras, es inevitable mencionar uno de sus personajes más emblemáticos. Llega el momento de hablar de Zuckermann. Una de las obras de Roth que recuerdo con más cariño, por el efecto y la conmoción que me provocó, fue Pastoral americana (1997). En esta saga familiar se retrata un fresco social, el de la década de los cincuenta y los sesenta. Philip Roth pretende que sea Nathan Zuckermann, escritor como él, ahora enfermo de cáncer, quien sea testigo de la vida de Seymour Levov «El Sueco», quien en su juventud fue amigo de Zuckermann. Pastoral americana funciona como el drama de un hombre trabajador, exitoso, que tiene una fábrica de guantes y que en su juventud fue una estrella en los deportes. Hasta ahí, todo va bien, la tragedia inicia cuando El Sueco se confronta con los cambios en el entorno, lo cual termina por afectar a su familia. Su hija, Meredith, es una activista involucrada con un grupo opositor a la Guerra de Vietnam y es perseguida por la policía por actos de terrorismo. Lo que vemos en la novela es la caída de un mito, el de la América decente y trabajadora donde cualquiera podía triunfar que es enfrentado por una realidad marcada por la lucha por la paz, la confrontación entre razas, el abismo ideológico entre una generación y otra, la lucha por los derechos civiles, las nuevas formas de espiritualidad —Meredith termina por ser reclutada por una secta de hinduistas radicales—. Ese mundo de valores y de certezas en donde vive Seymour se tambalea por las conmociones sociales de la época. Se puede leer Pastoral americana como una obra política, un libro profundamente estadounidense que refiere una parte convulsa e importante de su historia. Así como el sexo y la muerte fueron temas obsesivos de Roth, su país, Estados Unidos fue otra de sus constantes. En esa narrativa rothiana formada por treinta y un libros desfilan las tensiones, los momentos de emoción previos a los cambios y las revoluciones sociales, los puntos álgidos que definieron la historia: la Segunda Guerra Mundial, la caza de brujas encabezada por el senador Joseph McCarthy, la movilidad económica en la década de los cincuenta, la revolución sexual de la década de los sesenta, la historia virtual, alternativa o ucrónica que responde a la pregunta «qué pasaría si», el origen y destino de los inmigrantes que formaron el país, los conflictos entre los judíos y el nuevo entorno en el que habrían de desenvolverse…

Zuckermann es Roth y al mismo tiempo no lo es, es Roth en el sentido de que cualquier personaje lleva algo de su creador, un detalle, un rasgo. Se diría que Zuckermann es el alter ego del escritor o su trasunto, pero sería como simplificar la situación. También podríamos pensar que es su corresponsal, su alcahueta, su chivo expiatorio privado con el que afirma todo aquello que se niega a decir de manera personal, como diciendo: «No fui yo, fue Zuckermann». Dejemos claro que Zuckermann es una entidad ficticia —aunque a estas alturas sea ocioso aclararlo—. Desde el momento en que Roth lo crea, se comienza a pervertir la realidad que lo formó para engendrar otra, más enriquecida y espectacular, si se quiere, incluso más reveladora, pero al fin y al cabo, ficcional. Existe mucho de Roth en Zuckermann, ambos son novelistas, son judíos, casi tienen la misma edad. Es como un yo ficticio que, dependiendo de la novela, se aparta o se separa de su creador, opera como una máscara que a su vez es un sistema de traducciones y de interpretaciones del mundo novelado. Como aquel personaje de Unamuno que busca a su creador, Zuckermann voltea la vista a Roth y le dice: «Soy tu permiso, tu indiscreción, la llave de tus revelaciones»

Zuckermann apareció por primera vez en 1974 en la novela Mi vida como hombre, y el motor de la novela vendría a ser, como en otras, una situación personal en la que se involucró con una mujer muy parecida a Maureen, uno de los personajes de la obra. Parece ser que esta mujer, descrita como paranoica, manipuladora y mentirosa lo involucró —yo diría que se involucraron— en una serie de conflictos de pareja que condujeron a ambos a la autodestrucción —existe una mujer parecida en El teatro de Sabbath (1995), una ex alcohólica que habla con una jerga psicoanalítica y de superación personal que copia de los folletos de la AA; y otra en El lamento de Portnoy, entre las que recuerdo—. Algunos creen que esta mujer fue inspirada en su primera esposa. Se sabe que su relación con ella fue bastante problemática. Ahí, en esa novela, se inventa un personaje que puede ser él mismo o no, se trata de Peter Tarnopol. Peter es como Roth, son idénticos, son igual de neuróticos, escriben, piensan en el arte como una catarsis, etc., y en esta relación entre Roth y Tarnopol surge un procedimiento de identidades que se replican como espejos. Tarnopol tiene problemas con el sexo opuesto, no sabe relacionarse con las mujeres, no las entiende y parece ser y él mismo no sabe darse a entender con ellas, y como si se tratara de un mecanismo de compensación, decide escribir sobre sus dificultades, un poco para desahogarse, un complaint. Entonces, Tarnopol escribe una serie de cuentos que forman la primera parte de la novela llamados «Ficciones útiles», pero no puede ser tan obvio, entonces, Tarnopol, que es ficticio, decide inventar una contraparte también apócrifa, Nathan Zuckermann. Lo incomprensible hubiera sido que Zuckermann, a su vez, inventara una réplica de sí mismo, y así sucesivamente, mientras, se irían realizando versiones y transmutaciones de copias bastardas y sesgadas de Roth en cada variación, como un juego de reproducciones en donde el escritor se calcara hasta el infinito. Y hay algo que puede resultar sorprendente, tiempo después, Zuckermann, creación de Tarnopol, que es personaje de Roth, en la obra Zuckermann desencadenado (1981) —descrita por Martin Amis como: «Una novela autobiográfica sobre la experiencia de escribir novelas autobiográficas»— un día decide escribir su propia obra, se llamará Carnovsky, que es como la narrativa de lo que pasó Roth mientras lidiaba con el escándalo derivado de El lamento de Portnoy. De esa manera, Zuckermann, inventa otro ente «ficticio», que es Roth. ¿Quién escribe a quién? ¿Quién es escrito y descrito por quién? Esta serie espejos y máscaras tiene, una vez más, un equivalente con otra cinta de Woody Allen en Desmontando a Harry (1997): Woody Allen inventa a un artista muy parecido a él, con su misma neurosis, sus manías, sus preocupaciones, sus adicciones; y a su vez éste, que es el escritor Harry Block, engendra otros personalidades ficticias que también tienen mucho parecido con él; se trata de un juego de ficciones dentro de ficciones, de identidades que engendran otras.

Philip Roth murió el 22 de mayo de este año en un hospital de Manhattan y será recordado por la invención de su propia identidad a través de sus personajes, por la ficción de sí mismo que condujo a que se le llegara a confundir con todo aquello que escribía. Su narrativa fue de cuestionamientos sobre el papel transgresor de la individualidad revelándola en sus características salvajes, lúdicas, vergonzosas, inconfesables —nunca olvidaré una escena de El teatro de Sabbath en donde uno de los protagonistas se masturba en la tumba de la amada mientras profiere una tremenda lamentación—. Roth llevó el sexo y sus perversiones al terapeuta para expresarlas como un grito, como un desahogo. Creó un personaje kafkiano que se convierte en una glándula mamaria gigante, una imagen perturbadora que también es una sátira sobre la libido en medio de un sistema que organiza y administra los impulsos vitales con mecanismos de contención. Nos entregó la idea de que una obra literaria puede ser también un mecanismo de liberación de tabúes, una manera de zafarnos de ideas preconcebidas y que es posible sobrellevar la tensión de un entorno represivo con inteligencia, con humor. Roth fue el gran relator de la sociedad estadounidense, del choque cultural de su generación; y además, tal y como novelistas como I.B. Singer o Patrick Modiano, Philip Roth nos habló de la problemática y la angustia de ser judío en un entorno gentil; de los cambios sociales que experimentó su nación. No me gustan los obituarios, pero considero que este es importante. Hace poco me preguntaba la función social de la despedida en los seres humanos, sus motivaciones, la importancia de hacerlo. ¿Por qué decir adiós? Me respondo que cuando lo hacemos entregamos un último trazo o despojo de nuestra personalidad, como una especie de dibujo que hacemos en el aire, señas que esbozamos con el cuerpo para decir: «esto soy, estaré lejos de aquí pero te reconozco y eres importante incluso en la distancia, de momento, observen el trazo, el estilo de lo que soy». De alguna forma intervenimos el entorno de los demás con un pequeño y humilde indicativo de nuestra esencia, marcas caligráficas en un árbol para decir que estuvimos aquí, que esto fuimos nosotros. Supongo que eso pasa en las despedidas, y estas palabras son un poco el esbozo, una marca, el pequeño trazo caligráfico de lo que alguna vez fue Philip Roth. Recordemos juntos, entonces.

Comparte este artículo: