No te pareces

Por Rafael Romandía

Trato de imaginarlo pero no puedo. Mi conocimiento no va más allá de la imagen de un hombre robusto tumbado sobre un sillón que alcancé a ver unos segundos gracias a que las paredes tienen puertas. No concibo nada bien la idea de que esa persona sea tu padre. Simplemente no me cuadra. Te conozco poco y ese poco me alcanza para negar que eso sea posible. El escaso pero revelador contexto me confirma la percepción. Una que sin duda pudiera estar postrada en el pleno error.

No me gusta la idea de parecerme a mis padres. Valoro muchas cosas y varios ideales que sobre todo mi padre me ha inculcado, sin embargo, hay cosas que siento me han marcado de una manera que yo no hubiese querido. Tu caso imagino, como el de muchos, debe tener tintes similares. Me enorgullezco de ciertos aspectos de sus vidas, sin embargo hay otros que acepto por cariño y agradecimiento más que por convicción.

Las elecciones son una de las cosas que nos van soltando en la cara con el tiempo pero no nos enseñan con ninguna clase de didáctica cómo ejecutarlas. Hay quienes lo hacen con maestría y libertad, otros con torpeza y restricciones. Entre eso, montones de puntos medios. Sin uno quererlo, los padres se convierten en los principales responsables de guiarnos en ese actuar. Hay quienes dejan todo al método experimental y otros que prefieren establecer unas bases rígidas a partir de conocimiento, en el mejor de los casos, previamente impreso en papel. Ninguna de las opciones tiene resultados probados ni estadísticas validadas. Quizá justo ahí radique el mayor reto de ser padre y madre.

Tú, estoy seguro que no te pareces a ninguno de ellos. Suenas lejana cuando hablas del tema. Decepcionada. Inconclusa. Tal vez nadie encontraría una conclusión en circunstancias así. Si mi convencimiento es poco al hablar de mi madre, el tuyo es aún menor. A veces me llegan a la cabeza deseos utópicos de que si mis padres hubieran sido académicos, escritores y lectores tenaces con métodos efectivos para inculcar la lectura, yo no hubiera tenido que esperar hasta la universidad para interesarme en las palabras. Para ponerle un contrapeso a ese deseo, opto por entrar en las burdas comparaciones y caer en cuenta de que se tiene más de lo indispensable.

Como te dije, ponerle cara a esa adversidad te llena de atractivo. Desconozco si te molesta o te incomoda que te digan esas cosas pero desde mi perspectiva son una realidad. Absurda tal vez.

Los genes nos condenan en la estética y las formas que heredamos, nos hacen perder un poco de esa autenticidad, quizá sobrevalorada, que tanto se busca en estos días. Ni la más costosa intervención quirúrgica es capaz de borrar esos rasgos en su totalidad.

Es una constante en la sociedad el parecido que se nos intenta buscar con nuestros padres. “Eres igualito”, “hablas idéntico”, “tienes los mismos ademanes”, “eres tu papá en joven”, “tu mamá era igual a los 10 años”. Basta. El hecho de que nos hayan engendrado nos condena a heredar al menos alguna marca. Una especie de obligación. Una circunstancia en donde no tenemos otra opción.

Los casos ejemplares de paternidad se ponen en marcos de roble y letras de oro. Cuando los hijos mantienen esos falsos estándares, suele no haber grandes disyuntivas ni conflictos familiares. “Saliste igual de listo que tu papá”, “eres igual de buena para la cocina que tu mami”. Convertirse en la calca de un padre o madre de buenos modales, de inteligencia bien intencionada y con éxito laboral, suele ser suficiente para obtener la aprobación que se exige y considerar que alguien ha honrado a su ascendencia. Cabe incluso el aplauso y el respeto para cuando aquello sucede.

Como en casi todo: lo excepcional, poco común y hasta raro suele llamar más la atención. Cuando las cosas no coinciden y pierden el sentido lógico natural. Cuando volteas, aunque sea desde la lejanía, y ves que el rompecabezas no se arma por más horas que pases buscando la pieza que el manual dice corresponde. Aunque te hayan vendido en el exterior una imagen uniforme y convencional, no, no encaja. Al menos así es mi caso.

No conozco a los padres que te han tocado, intuyo y juzgo malas imágenes por las simples frases que sonorizan una plática contigo. Me excedo en ese intento de entender todo el tiempo las cosas que me rodean y que no me incumben. A veces quisiera dejar eso de lado, a veces me funciona bastante bien.

De algo estoy seguro, haré todo esfuerzo posible por no ser un mal padre. De lo que no tengo garantías y tampoco me interesa tenerlas es de que mis hijos vayan a convertirse en personas dignas de ser admiradas por una sociedad llena de prejuicios.

Y si acaso piensas serlo, tú tampoco pintas para ser mala madre.

Tener una hija como tú sería, aventurándome con el poco conocimiento del que he hablado, un motivo de sentir orgullo. Ya sé, soy un ridículo. Creo que cada día me gusta más serlo.

Quizá fue justo la adversidad la que te hizo así. Quizá en otro entorno hubieses sido distinta. Quizá en otras condiciones ni siquiera te hubiese conocido.

No. No te pareces.

Comparte este artículo: