El síndrome Kubrick: 50 años de ‘2001: A Space Odissey’

Por Karen Fabián

“no hay acto que no sea coronación de una infinita
serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos”

De 2001: A Space Odyssey se ha escrito y dicho de todo simplemente porque es una obra maestra; George Lucas dijo que Stanley Kubrick «hizo la película de ciencia ficción definitiva, y va a ser muy difícil que alguien llegue y haga una película mejor, así es como lo veo. A nivel técnico, [Star Wars] puede compararse, pero personalmente creo que 2001 es muy superior».

Con 2001, Kubrick le demostró al cine de ciencia ficción que era posible ser serios y, como si no fuera suficiente, su legado no se agota en la historia del cine, antes bien la desborda y se arraiga fuertemente en el desarrollo de lo real. Tan es así que cuando Apple demandó a Samsung por el robo de la patente D’889, el gigante coreano argumentó que fueron ellos quienes robaron primero porque en una escena de 2001 aparecen “tabletas de forma rectangular con pantalla grande, bordes redondeados y superficie plana y negra”, demostrando que el diseño del iPad tenía como antecedente el de la tableta del film de 1968.

A 50 años de su estreno, me atrevo a decir que mediante la magnífica representación audiovisual que es 2001 se introdujo en el mundo una visión de este y del hombre que todavía no toca su fin. Repasar esa visión es el fin de este escrito.

El amanecer de la ciencia ficción

Cuando Kubrick comenzó con la preproducción de su película, la ciencia ficción gozaba de un panorama muy singular: platillos voladores, invasiones extraterrestres y héroes al estilo de Flash Gordon. Pero el director de Spartacus quería hacer una película de ciencia ficción que fuera realmente buena; estaba seguro de que la existencia de vida en el universo no era un disparate pero necesitaba referencias con verdadero rigor científico. Entonces vino la lectura de El fin de la infancia, una historia que narra cómo una raza superior alienígena hace evolucionar a la humanidad; el autor, Arthur C. Clarke, fue un escritor y divulgador de la ciencia que destacó por su optimismo frente al progreso científico. Al principio Kubrick se obsesionó con el argumento de El fin de la infancia, pero los derechos ya estaban comprados y Clarke sugirió El centinela, cuya trama se centra en el descubrimiento de un artefacto dejado en la luna por antiguos alienígenas que durante milenios ha transmitido señales a través del espacio y que cesan en cuanto es descubierto.

Con la colaboración de Clarke y la asesoría de algunos científicos como Carl Sagan, quien sugirió que la identidad de los alienígenas se mantuviera encubierta, los textos comenzaron a florecer y Kubrick dio inicio al rodaje. Al cabo de cuatro años de neurosis y jornadas de hasta 24 horas de trabajo sin relevos, el también fotógrafo concluyó su gran obra: una épica audiovisual con apenas 40 minutos de diálogo en la que una inteligencia alienígena incita la evolución de la humanidad mediante una misteriosa tecnología y que gracias a su extraordinario lirismo, incrustó en la memoria colectiva aquella insólita elipsis en la que un hueso, después de convertirse en una letal herramienta, se transfigura en un transbordador espacial que al ritmo del Danubio azul viaja por el espacio con dirección a una estación espacial en la Luna.

HAL 9000: I will stand by you

En un artículo publicado en el 2009, Nicolás Cabral retoma una vieja disputa en la que Kubrick es señalado como un antihumanista. No olvidemos que Tarkovsky dijo de Odisea del Espacio que se trataba de una obra fría y estéril por su visión de la tecnología y su influencia en la evolución humana, “2001 es una película errada en numerosos aspectos, incluso para los especialistas. Para lograr una verdadera obra de arte, se debe eliminar la falsedad”. Pero Cabral dice que lo que incomoda de ese supuesto antihumanismo no es “que odie a los hombres, sino que los presente al margen de las tranquilizadoras concepciones de la ideología humanista (es decir burguesa)”.

Por eso cuando la máquina, HAL 9000, el ordenador que en los primeros borradores se llamaba Sócrates y era más bien una especie de Robotina que luego de largos debates pasaría a convertirse en ese ecuánime punto rojo capaz de leer los labios y diseñado para no cometer un solo error, asesina al 80% de la tripulación, lo que sorprende no es su frialdad; es que el ordenador no quiere morir. ¿Es decir que al final quien se humaniza realmente es la máquina que en una melodramática escena, al compás de los versos de Daisy Bell, una canción que aprendió de su programador, implora por no ser desconectada?

Y es que cuando David Bowman se dirige en su pequeña nave de exploración, arriesgando su propia vida, al monolito que vislumbra alrededor de Júpiter y por cuya fuerza se transporta al infinito en una brutal secuencia lisérgica que nos deja de a seis, se comporta como un pobre diablo que únicamente cumple con su deber. Porque hasta ese momento el astronauta ignoraba por qué los enviaron al gigante gaseoso y aún así decide continuar con la misión. Y ese pobre diablo es quien, de nuevo por influencia del monolito, se transfigura en el nuevo hombre. Tal vez por ello Cabral sostiene que Kubrick no presenta a hombres buenos o malos sino sujetos a su circunstancia. Esa es la condición humana.

Kubrick: el verdadero monolito

Pero hay un hecho que magnifica hasta el cielo este legado asombroso y nos otorga la posibilidad de otra interpretación.

El 17 de mayo de 1964, exactamente a las 9 de la noche, una mancha ovalada de luz incandescente que surcaba el cielo sorprendió a Stanley Kubrick y a Arthur C. Clarke mientras tomaban un descanso en la terraza del Chelsea Hotel, en donde el autor de Las arenas de Marte (1951) redactaba el primer guión de 2001: A Space Odissey. Ante el avistamiento, que confirmaron con ayuda del telescopio con el que el director solía escudriñar el cielo, este quedó profundamente conmocionado. ¡Si se establecía contacto con los extraterrestres la película en la que llevaba tanto tiempo trabajando quedaría totalmente obsoleta! Para Clarke el mensaje fue claro: “Esto no puede ser una coincidencia. Ellos están actuando para impedirnos que hagamos esta película”.

Al día siguiente el cineasta solicitó al pentágono un formulario de avistamiento, mientras que el escritor pidió a sus amigos del planetario Hayden que consultasen en sus computadoras el insólito hecho. Con todo, si no hubiera sido porque lo que observaron, de acuerdo con el observatorio, era el Echo I, el primer satélite experimental de la NASA, la película no hubiera existido. Que un acontecimiento tan hilarante hubiera podido cambiar la decisión de Kubrick de filmar la película con la que ganó el único Oscar de su carrera (por los mejores efectos especiales) sugiere una sola cosa: así como en la película una inteligencia superior propició la evolución humana mediante una tecnología misteriosa, en nuestro mundo una inteligencia superior indujo la realización del film.

Quienes rechazan lo sobrenatural de antemano juzgarán que este hecho es sólo una casualidad, producto de las manías del director y de Clarke, a quien arrastró consigo en lo que ahora llamaré el síndrome Kubrick. Otros dirán que el cineasta lo dijo para llamar la atención y hacerle propaganda a su película. No obstante, y como lo dije al inicio, creo entrever otra causa: esa visión del hombre y del mundo vino a nosotros para empujar a los hombres a transformarse.

 

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